Hace muchos, muchos años, en un pequeño reino, nació una princesa a la que llamaron Blanca. Hija única de una reina y un rey que la habían deseado y esperado mucho. Fue una niña feliz que creció recibiendo mucho amor, poniendo gran interés en aprender todo lo que le necesitaría para reinar, incluido el respeto y la consideración por los demás, y repartiendo con generosidad su encanto.
El reino era próspero y los reyes
eran queridos, o quizá mejor apreciados, por todos. O casi por todos: nadie
recuerda porque, una bruja, malvada desde nuestro punto de vista, se enfadó con
la reina, y decidió hacerle daño atacando lo que más le importaba: la felicidad
de su hija. Le lanzó a Blanca una maldición:
“La belleza puede rodearte
Pero nunca es del todo pura
Haré que tu paraíso
Se convierta en tortura”
La maldición les asustó. Pero la
bruja se fue, pasaron los días y nada cambió en apariencia. La reina y el rey se
sintieron muy aliviados y organizaron, tranquilos y alegres, una gran fiesta
para celebrar que su hija cumplía 14 años.
El cumpleaños llegó, y lo que
debía ser un día feliz se convirtió en el inicio de los malos tiempos. Cuando
la princesa se puso su precioso vestido, que ya se había probado varias veces y
que le encantaba, se dio cuenta en seguida de que tenía un defecto de costura.
Era mínimo, sólo perceptible por alguien con una vista fantástica, que fijara
su mirada en ese punto concreto desde muy cerca. Sin embargo para Blanca era
evidente y horroroso, y que el resto del vestido fuera una maravilla no servía
de nada; ella pensaba que lo único que iba a llamar la atención era ese error.
Aunque la convencieron para no quitarse el vestido, se sentía ridícula con él.
Pero no fue eso lo único malo de
la fiesta. Ninguna compañía le resultaba agradable: en todos, conocidos o
recién presentados, descubría un defecto, que no era soportable para su vista,
su oído, su olfato o su inteligencia. Todos observaron, como rechazó hasta a
sus mejores amigas e incluso rehuyó el cariño de sus padres. La música que
tanto le solía gustar, no fue consuelo; los ritmos lentos le aburrían, los
rápidos le parecían estridentes y vulgares. A todos los demás les encanto, y los
músicos se sintieron ofendidos al notar los gestos molestos de Blanca. Los
reyes, que no entendían nada, se sintieron aliviados al ver entre la tarta. Era
su preferida, no podía fallar. Estaba deliciosa, opinaron todos…menos la
princesa. En otras ocasiones hubiera
deseado comérsela entera; esta vez se sintió decepcionada. No podía decir que
su sabor fuera distinto al que recordaba pero ya no le gustaba. Blanca no habló
con nadie, no bailó, no comió nada, se mostraba avergonzada de su vestido y fue
la primera en dejar la fiesta, encerrándose en su habitación. Todos se quedaron
muy sorprendidos, los que más sus padres. Ella que tanto acostumbraba a
disfrutar. Que raro.
¿Qué tendrá la princesa? Lo
atribuyeron a algún malestar pasajero, algo que pasaría con un poco de reposo y
buena alimentación. Pero los días y las semanas siguientes fueron similares. Blanca
se sentía a disgusto con todo y con todos. Y salvo por sus quejas y su
desagrado continuo, la princesa parecía sana. Por si acaso, los mejores médicos
la examinaron, y ninguno encontró ningún mal que fuera conocido.
Fue la reina la que primero
atribuyó el cambio de la princesa a la maldición, convenciendo después a su
esposo. Entonces dejaron de lado la ciencia, y recurrieron a la magia.
Reclamaron los servicios de todos los que en el reino presumían de tener
poderes extraordinarios, y les pagaron bien, con la pequeña esperanza de que
alguno de ello no fuera ni estafador ni loco y pudiera servir de ayuda. Nada
cambió.
La gran mayoría de la gente del reino
no creyó que la causa del comportamiento de la princesa fuera la maldición de
la bruja. “Lo que pasa que es que un malcriada” decían, “le dan todo lo mejor y
de todo se queja, ¡menuda niñata!”. Sus muestras de desagrado se hicieron
legendarias, y como ocurre siempre que los que casi todo ignoran de la realidad
quieren presumir de su conocimiento, se inventaron muchas historias. Una de
ellas contaba que la princesa exigía dormir sobre los veinte colchones, y que
una mañana se levantó gritando a sus sirvientas, acusándolas de haber puesto, debajo
de todos ellos, un guisante que le había impedido dormir; guisante que nadie
encontró.
Lo único cierto de esa historia es
que la princesa durmió mal durante muchos años. Ella era quien más lamentaba el
no poder disfrutar de todo lo que estaba a su alcance. Trataba de pensar “esto
es magnífico, debe gustarte, ¡aprovéchalo!”. Pero su voluntad no era
suficiente, no podía controlar sus reacciones. A las continuas causas de
malestar que encontraba en todo lo que le rodeaba se añadía la tristeza, la frustración,
el peso del fracaso, por no poder volver a ser como era, de no poder disfrutar
y alegrar como antes, la angustia de no poder dominarse, de no ser libre, y el
dolor por el daño que le causaba a los que la querían, sobre todo a sus padres.
El sufrimiento de la princesa
duró años, y durante ellos siguieron creándose historias. Hasta que la gente
dejó de hablar de la princesa, porque tenía graves problemas de los que
preocuparse. Llegaron malos tiempos, enfermedad, malas cosechas. Hambre y dolor
por todo el reino. Todo, sin distinción. Los reyes también fueron víctimas de
la epidemia y murieron.
La princesa, a los 20 años, se
convirtió en reina. Fue entonces todos volvieron a hablar de ella pero de una
manera muy diferente. Lo que ahora sorprendía a los que la veían es que a pesar
de todos las desgracias, de las más cercanas a ella y de todas las que a diario
le contaban sus consejeros, la reina no se había hundido. Claro que le
provocaban tristeza las terribles noticia que recibía, y en algún momento se
mostraba abatida. Pero en general, parecía la más capaz de mantener la
serenidad, e incluso en ocasiones trataba de animar a otros con una sonrisa,
una palabra de aliento o un gesto amistoso. Desaparecidos sus lujos, sacaba el
mayor partido de lo que poco de lo que podía disfrutar: la leche fresca que
tomaba por la mañana, el trabajo que consideraba provechoso, o el breve
descanso, al sol del atardecer. Y se mostraba muy agradecida con todos, sobre
todo con aquellos que a pesar de todo la seguían tratando con cariño, pero
también de los que la servían, la aconsejaban, le ayudaban con su labor. Pero
lo que más sorprendía a todos es que era la única que encontraba motivos para
la esperanza. Sí, había otros que podían imaginar un futuro mejor, pero sólo
era una fantasía que consolaba; Blanca tenía un proyecto, y era capaz de
convencer a quien lo escuchaba de que era posible.
Muchos en el reino al conocer esa
nueva actitud pensaron que era una muestra aún mayor de su locura. “Cuando
tanto tenía no era feliz, y ahora que todo va mal está contenta e ilusionada,
¡menuda chiflada!”. Pero otros muchos, a los que el dolor les hacía comprender
mejor los males ajenos, tenían explicaciones más amables. Algunos pensaban que
tal vez era verdad lo del conjuro y ya habían terminado los efectos; también
había quien imaginaba que lo que la bruja había provocado era que la naturaleza
de la reina se fijara en detalles mínimos opuesto a todo el resto: donde antes percibía
el mal invisible para los demás, ahora veía el bien que para nadie existía.
La reina escribió un edicto, e
hizo que se distribuyera en todo su reino. En él, sin ocultar ninguno de los
problemas que existían, hizo ver a su gente las posibilidades que estaban al
alcance. Les ofreció un camino; sería duro y largo, pero los llevaría a un
lugar mejor. Les abrió la opción de tener control sobre su destino, o al menos
de influir en él. Les hizo pensar que podían ser sus propios salvadores; ellos
mismos podrían convertirse en los héroes que necesitaban.
Ya fuera porque hubieran hallado
una razón para comprenderla, o porque consiguió nacer en ellos la esperanza y
la ilusión, la mayoría de los habitantes del reino creyeron a su soberana, y confiaron,
y apoyaron, con duro trabajo, las soluciones que ofreció. Hicieron bien. Se
convirtió en una buena reina, capaz de apreciar los matices más sutiles de cada
situación y por ello tomar buenas decisiones, obteniendo el mayor provecho
posible en cualquier circunstancia. Era muy detallista con su trabajo, lo que
reducía al mínimos sus errores. Hábil para averiguar que movía a los demás y
cuáles eran sus temores, fue una brillante negociadora, capaz de convertir en
aliados a históricos enemigos. Y el reino, con ella al mando, recuperó la
riqueza perdida, y alcanzó una fortaleza que le hizo mantenerse próspero durante
muchos, muchos años, aunque las circunstancias fueran difíciles.
La princesa del guisante: así fue
llamada Blanca toda su vida, también siendo reina, y así ha pasado a la
historia. Nació como burla a las manías de una niña caprichosa, pero fue
después, y todavía sigue siendo, resumen de una sensibilidad de la que todos se
beneficiaron.
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