domingo, 6 de diciembre de 2015

Mirando al mar: un cuento más negro que azul






Paso mucho tiempo mirando al mar. Me gusta cuando está sereno, dócil, cuando invita a adentrarse en él. Y también cuando está inquieto, cuando no está para bromas ni dulzuras, y nos recuerda que es mucho más poderoso que todos nosotros juntos. Me gusta por su belleza, como a casi todos. Pero a mí, además, me gusta mirarlo por un motivo muy personal: me permite pensar con libertad y sin temores. Mirándolo, supero límites que de otro modo no me atrevería a rebasar. Puedo navegar entre decepciones crueles, ilusiones pérdidas, descubrimientos de engaños, alegrías que se vuelven amargas, confianzas cada vez más pequeñas, errores propios y cobardías que avergüenzan. Y sobre todo puedo pensar en ausencias, en una en concreto, recordando incluso el momento en el que se fue quien no quería que se fuera nunca, quien no debía irse, y mucho menos tan pronto.
Sé que, por mucho que el mar me ayude, esos pensamientos provocarán una tormenta cargada de emoción y dolor. Pero también sé que si no pierdo de vista a mi aliado, la superaré, y cuando lo consiga, podré sentirme más capaz de vivir en tierra.

Solía mirar al mar solo, siempre solo. Pero desde hace un tiempo no es raro que, como en este momento, esté acompañado. Los tres sentados en el mismo banco mirando al mar. No ofrecemos una imagen extraña a quién nos mire. Seguramente provocaremos un pensamiento sencillo y agradable. “Ahí están tres generaciones de una familia” pensarán. “El abuelo, su hijo y su nieto”. Una suposición muy razonable, viendo a un hombre de casi 70, otro rozando los 40 y un chaval de 12. Tan razonable como errónea. La sorpresa es que no somos familia si no amigos.
El primero en llegar fui yo. Al menos desde mi punto de vista. En la historia de Marcos, el de edad intermedia. Luego llegó Lucas, el supuesto abuelo. Se sentó a mi lado sin decir nada. Sin decir nada durante todo el tiempo que aguanté antes de irme.
Al día siguiente fue igual. Y tuve que hablar. No para empezar una conversación precisamente. Traté de entonar, en pocas palabras, una defensa apasionada del derecho a la soledad. Pero o no estuve acertado o le resultó por completo indiferente. Siguió allí con tan pocas palabras o menos que yo, mostrándose aún menos sociable. Y sin embargo elegía mi banco, cuando podía estar en otro, el sólo, dejándome en paz. Primero, sentí enfado. Luego quise demostrar que yo no cedería antes de que él se cansara. Y así estuvimos, hasta que su presencia ya no me resultó molesta. La verdad es que me gustaba su rostro: duro, curtido, con carácter, con muchas marcas de vida. Era el rostro de un pescador retirado. No es que lo adivinase, es lo supe cuando empezamos a conocernos. Un proceso largo y lento, en el que fuimos descubriendo y revelando; en el que se creó ese ambiente, tan difícil de alcanzar y tan fácil de destruir, necesario para que dos personas como nosotros se animaran a contar.   
Contando descubrimos lo mucho que tenemos en común. Quizá Lucas ya lo había intuido con sólo verme. Hay algo, fundamental en nuestras vidas, que es nuestro principal vínculo: ambos compartimos el haber sufrido una pérdida muy importante, decisiva. Y no sólo las pérdidas en sí, también los parecidos en los hechos que las causaron, nos permiten comprendernos y nos unen.

La mujer de Lucas llevaba tiempo padeciendo esos dolores. Hacía poco que él había vuelto a casa, después de un largo tiempo en la mar. Se lo dijo después de que él se asustara de la manera en que ella gimió. Ella que era tan fuerte. Ella que tenía entonces la edad que yo tengo ahora. No quiso ir al hospital. No quiso ir, insiste Lucas. Se le pasaría como otras veces dijo, era intenso pero breve. Pero a los pocos días no fue tan breve, y esta vez sí fueron a urgencias. Era un viernes santo, había muy pocos médicos. Le dijeron que no era nada que podía irse a casa. Y se fueron. Cuando volvieron unos días después ya nada se pudo hacer. Sintió ira, pero desapareció o se convirtió en amargura. Lo que queda igual que el primer día son preguntas: “¿Y si la hubiera convencido para ir antes, la primera vez que la vio quejarse? ¿Y si hubiera insistido más en el hospital, si se hubiera negado a irse?

Conducía yo, mi pareja esta vez iba de copiloto. No era lo normal. Fue hace cinco años Veníamos de cenar en casa de unos amigos, más amigos de ella que míos. Me ofrecí a llevar el coche para que ella pudiera beber un poquito. Sé que pensaba que yo era un mal conductor, pero sea por no ofenderme o porque quería pasárselo muy bien esa noche, aceptó. Sí que se lo pasó muy bien. Yo también disfruté, arrastrado por su alegría. Cuando sucedió ella tarareaba la canción de la radio. Aquel loco vino hacia nosotros a gran velocidad. Yo tardé mucho en recuperarme, ella murió al instante. También sentí ira, y también se fue o se transformó. Y también me quedaron preguntas: ¿Y si no me hubiera ofrecido a llevarla? ¿Hubiera podido evitar el impacto un mejor conductor?

Cuando ya Lucas y yo sentíamos que estábamos en él mismo barco, llegó Andrés. No se puede decir que viniera a nosotros, pero sí que reclamó nuestra compañía, aunque fuera sin pretenderlo.
Ya le habíamos visto más de una vez por allí, y, claro, nos había llamado la atención. Sentarse sólo en un banco mirando al mar no es una actividad normal en un niño. Aunque sea un niño triste como él parecía. Un día lloró, lloró fuerte. Sabíamos que estaba llorando de rabia. Era un dolor que nos era familiar.
Nos acercamos a él. Seguimos un protocolo similar al que Lucas había utilizado conmigo. Estar a su lado cómo si no nos diéramos cuenta de su presencia, y hablar entre nosotros amigablemente. Evitando asustarle. Andrés tenía mucha necesidad de hablar de la causa de ese llanto, pero estábamos seguros de que no estaba dispuesto a contarle nada a unos extraños. Recibiría las preguntas como agresiones, como un intento de extracción a la fuerza. Había que crear el ambiente adecuado para que la necesidad de contar explotara.
Ese momento tardó en llegar, pero llegó. Después de mucho hablar de fútbol, de televisión, y por supuesto del mar, un día en el que sacamos el tema de la gente a la que no podíamos soportar, Andrés nos lo contó.

Andrés no conoció a su padre biológico, así que no lo echó nunca de menos. Sí lamentaba a veces no tener un padre, un padre normal, que hiciera las buenas cosas que hacían los padres de sus compañeros. Pero se sentía bien sólo con su madre. Tenían poco dinero, no iban mucho a lugares divertidos, pero estaban tranquilos. Hasta que llegó él.
Se mostró simpático y amable al principio. A Andrés no le engañó pero a su madre sí. Luego se vino a casa. Poco tiempo después  empezó a mostrarse distinto. Al principio solamente ocurría de vez en cuando. Se enfadaba, gritaba, insultaba. Luego se le pasaba y por un tiempo volvía la calma. Pero cada vez los estallidos de furia fueron más frecuentes. A partir de entonces hasta en los momentos de paz Andrés y su madre vivían atemorizados. Lo habitual es que mantuviera el miedo sólo con amenazas. Las hacía más creíbles hablándoles de su pasado, del pasado real o que parecía serlo, de sus antecedentes. En alguna ocasión pasaba de las palabras a los hechos. Y entonces nos prometía que él era capaz de todo, debían creerle, capaz de todo.
Andrés, en un principio, le dijo a su madre que lo denunciara. Ella no quería, pensaba que sería aún peor, y que no iría sólo contra ella. Él era capaz de todo. Andrés no hizo prometerle que no lo denunciaríamos, y tampoco haríamos nada por nuestra cuenta. Ahora también él pensaba que sería aún peor.

Lucas y yo tratamos de encontrar una solución. Era complicado; nos dolía pensar en su situación, pero temíamos las consecuencias que pudiera tener cualquier intervención. Sentíamos el impulso de protegerlo. Una emoción que se nos ha olvidado. Incluso pensamos que era nuestro deber. Nosotros, que ya no considerábamos que le debiéramos nada a nadie. Nosotros, que tan egoístas éramos, desde que nos habíamos encerrado en nuestro propio dolor. Andrés se había cruzado en nuestras vidas por azar, pero es que el azar lo cambia todo.
Mientras seguíamos buscando una salida, tratamos de que durante el tiempo que Andrés pasara con nosotros olvidara, o al menos no tuviera presente, el infierno doméstico. Alguna vez salimos a la mar en un barco que le dejaban prestado a Lucas. A Andrés parecía gustarle aquello, parecía un poco más tranquilo, aunque apenas mostraba alegría.
Así estuvimos hasta que un día Andrés vino con un ojo morado. Se había enfrentado a él. No podía aguantar más. No, no quería denunciarlo. Eso no resolvería nada. ¿No lo veíamos todos los días en la tele? Como mucho, serviría durante un tiempo, y ese tiempo siempre le parecería muy breve. Aunque se fueran lejos, siempre tendrían miedo. Siempre estarían mirando en todas las direcciones, nerviosos, asustados. Esperando que apareciera. No, él lo solucionaría. Para siempre.
No podíamos dejar que Andrés se enfrentara a ese hombre. Tampoco podíamos convencerle de que no hiciera nada. Ni Lucas ni yo estábamos dispuestos a perder otra vez a alguien. Otra vez no. Tampoco esta vez seríamos culpables. También está vez, si no lo evitábamos, pensaríamos que podíamos haber hecho muchos más. Lucas mientras abrazaba a Andrés tratando de calmarle, miraba al mar. Esta vez de un modo diferente. Creo que pedía su aprobación. La mía sabía que la tenía. Estábamos unidos también en esto.

Ese hombre, el que pegó a Andrés, que importa a su nombre, fue esa tarde al bar que más frecuentaba. Se mostró alterado lo que no era raro, y desafiante lo que era normal. Estuvo con un par de acompañantes habituales que le rieron las gracias un tiempo. Cuando se fueron hubo quien se vio obligado a escucharle y a responderle hasta poder escabullirse.  El resto del tiempo habló  para todos y para nadie. Estuvo a punto de golpear a un hombre porque pensó que se reía de él. Y no permitía que nadie se riera de él. Nadie.
Un testigo contó que cuando salió del bar dos hombres se le acercaron y se fue con ellos. Después de él nada más se supo. No hicieron mucho caso de ese testigo; estaba tan borracho o más que el propio desaparecido. La policía hizo su trabajo, pero no pareció lamentar mucho archivar el caso. Nadie insistió para que continuaran buscándole. Los medios no creyeron que fuera una noticia que pudiera venderse bien. Fue pronto olvidado.

Andrés seguramente si le recuerda. Confío en que cada vez menos. Ha cambiado. Se siente libre y despreocupado. Ahora está alegre y lleno de energía. Ahora nos reímos mucho más. Pero aún a veces, como en este momento, nos quedamos en silencio y miramos al mar, y pensamos, y le agradecemos todo lo que nos ayuda. Le agradecemos ser profundo e inmenso. Le agradecemos ser nuestro cómplice.