Paso mucho tiempo mirando al mar. Me gusta cuando está
sereno, dócil, cuando invita a adentrarse en él. Y también cuando está
inquieto, cuando no está para bromas ni dulzuras, y nos recuerda que es mucho
más poderoso que todos nosotros juntos. Me gusta por su belleza, como a casi
todos. Pero a mí, además, me gusta mirarlo por un motivo muy personal: me
permite pensar con libertad y sin temores. Mirándolo, supero límites que de
otro modo no me atrevería a rebasar. Puedo navegar entre decepciones crueles,
ilusiones pérdidas, descubrimientos de engaños, alegrías que se vuelven
amargas, confianzas cada vez más pequeñas, errores propios y cobardías que
avergüenzan. Y sobre todo puedo pensar en ausencias, en una en concreto,
recordando incluso el momento en el que se fue quien no quería que se fuera
nunca, quien no debía irse, y mucho menos tan pronto.
Sé que, por mucho que el mar me ayude, esos pensamientos
provocarán una tormenta cargada de emoción y dolor. Pero también sé que si no
pierdo de vista a mi aliado, la superaré, y cuando lo consiga, podré sentirme
más capaz de vivir en tierra.
Solía mirar al mar solo, siempre solo. Pero desde hace un
tiempo no es raro que, como en este momento, esté acompañado. Los tres sentados
en el mismo banco mirando al mar. No ofrecemos una imagen extraña a quién nos mire.
Seguramente provocaremos un pensamiento sencillo y agradable. “Ahí están tres
generaciones de una familia” pensarán. “El abuelo, su hijo y su nieto”. Una
suposición muy razonable, viendo a un hombre de casi 70, otro rozando los 40 y
un chaval de 12. Tan razonable como errónea. La sorpresa es que no somos
familia si no amigos.
El primero en llegar fui yo. Al menos desde mi punto de
vista. En la historia de Marcos, el de edad intermedia. Luego llegó Lucas, el
supuesto abuelo. Se sentó a mi lado sin decir nada. Sin decir nada durante todo
el tiempo que aguanté antes de irme.
Al día siguiente fue igual. Y tuve que hablar. No para
empezar una conversación precisamente. Traté de entonar, en pocas palabras, una
defensa apasionada del derecho a la soledad. Pero o no estuve acertado o le
resultó por completo indiferente. Siguió allí con tan pocas palabras o menos
que yo, mostrándose aún menos sociable. Y sin embargo elegía mi banco, cuando
podía estar en otro, el sólo, dejándome en paz. Primero, sentí enfado. Luego
quise demostrar que yo no cedería antes de que él se cansara. Y así estuvimos,
hasta que su presencia ya no me resultó molesta. La verdad es que me gustaba su
rostro: duro, curtido, con carácter, con muchas marcas de vida. Era el rostro
de un pescador retirado. No es que lo adivinase, es lo supe cuando empezamos a
conocernos. Un proceso largo y lento, en el que fuimos descubriendo y revelando;
en el que se creó ese ambiente, tan difícil de alcanzar y tan fácil de
destruir, necesario para que dos personas como nosotros se animaran a contar.
Contando descubrimos lo mucho que tenemos en común. Quizá
Lucas ya lo había intuido con sólo verme. Hay algo, fundamental en nuestras
vidas, que es nuestro principal vínculo: ambos compartimos el haber sufrido una
pérdida muy importante, decisiva. Y no sólo las pérdidas en sí, también los parecidos
en los hechos que las causaron, nos permiten comprendernos y nos unen.
La mujer de Lucas llevaba tiempo padeciendo esos dolores. Hacía poco que él había vuelto a casa, después de un largo tiempo en la mar. Se lo dijo después de que él se asustara de la manera en que ella gimió. Ella que era tan fuerte. Ella que tenía entonces la edad que yo tengo ahora. No quiso ir al hospital. No quiso ir, insiste Lucas. Se le pasaría como otras veces dijo, era intenso pero breve. Pero a los pocos días no fue tan breve, y esta vez sí fueron a urgencias. Era un viernes santo, había muy pocos médicos. Le dijeron que no era nada que podía irse a casa. Y se fueron. Cuando volvieron unos días después ya nada se pudo hacer. Sintió ira, pero desapareció o se convirtió en amargura. Lo que queda igual que el primer día son preguntas: “¿Y si la hubiera convencido para ir antes, la primera vez que la vio quejarse? ¿Y si hubiera insistido más en el hospital, si se hubiera negado a irse?
Conducía yo, mi pareja esta vez iba de copiloto. No era lo normal. Fue hace cinco años Veníamos de cenar en casa de unos amigos, más amigos de ella que míos. Me ofrecí a llevar el coche para que ella pudiera beber un poquito. Sé que pensaba que yo era un mal conductor, pero sea por no ofenderme o porque quería pasárselo muy bien esa noche, aceptó. Sí que se lo pasó muy bien. Yo también disfruté, arrastrado por su alegría. Cuando sucedió ella tarareaba la canción de la radio. Aquel loco vino hacia nosotros a gran velocidad. Yo tardé mucho en recuperarme, ella murió al instante. También sentí ira, y también se fue o se transformó. Y también me quedaron preguntas: ¿Y si no me hubiera ofrecido a llevarla? ¿Hubiera podido evitar el impacto un mejor conductor?
Cuando ya Lucas y yo sentíamos que estábamos en él mismo
barco, llegó Andrés. No se puede decir que viniera a nosotros, pero sí que
reclamó nuestra compañía, aunque fuera sin pretenderlo.
Ya le habíamos visto más de una vez por allí, y, claro, nos
había llamado la atención. Sentarse sólo en un banco mirando al mar no es una
actividad normal en un niño. Aunque sea un niño triste como él parecía. Un día
lloró, lloró fuerte. Sabíamos que estaba llorando de rabia. Era un dolor que
nos era familiar.
Nos acercamos a él. Seguimos un protocolo similar al que
Lucas había utilizado conmigo. Estar a su lado cómo si no nos diéramos cuenta
de su presencia, y hablar entre nosotros amigablemente. Evitando asustarle.
Andrés tenía mucha necesidad de hablar de la causa de ese llanto, pero estábamos
seguros de que no estaba dispuesto a contarle nada a unos extraños. Recibiría las
preguntas como agresiones, como un intento de extracción a la fuerza. Había que
crear el ambiente adecuado para que la necesidad de contar explotara.
Ese momento tardó en llegar, pero llegó. Después de mucho
hablar de fútbol, de televisión, y por supuesto del mar, un día en el que sacamos
el tema de la gente a la que no podíamos soportar, Andrés nos lo contó.
Andrés no conoció a su padre biológico, así que no lo echó nunca de menos. Sí lamentaba a veces no tener un padre, un padre normal, que hiciera las buenas cosas que hacían los padres de sus compañeros. Pero se sentía bien sólo con su madre. Tenían poco dinero, no iban mucho a lugares divertidos, pero estaban tranquilos. Hasta que llegó él.
Andrés no conoció a su padre biológico, así que no lo echó nunca de menos. Sí lamentaba a veces no tener un padre, un padre normal, que hiciera las buenas cosas que hacían los padres de sus compañeros. Pero se sentía bien sólo con su madre. Tenían poco dinero, no iban mucho a lugares divertidos, pero estaban tranquilos. Hasta que llegó él.
Se mostró simpático y amable al principio. A Andrés no le
engañó pero a su madre sí. Luego se vino a casa. Poco tiempo después empezó a mostrarse distinto. Al principio
solamente ocurría de vez en cuando. Se enfadaba, gritaba, insultaba. Luego se
le pasaba y por un tiempo volvía la calma. Pero cada vez los estallidos de
furia fueron más frecuentes. A partir de entonces hasta en los momentos de paz
Andrés y su madre vivían atemorizados. Lo habitual es que mantuviera el miedo
sólo con amenazas. Las hacía más creíbles hablándoles de su pasado, del pasado
real o que parecía serlo, de sus antecedentes. En alguna ocasión pasaba de las
palabras a los hechos. Y entonces nos prometía que él era capaz de todo, debían
creerle, capaz de todo.
Andrés, en un principio, le dijo a su madre que lo
denunciara. Ella no quería, pensaba que sería aún peor, y que no iría sólo
contra ella. Él era capaz de todo. Andrés no hizo prometerle que no lo
denunciaríamos, y tampoco haríamos nada por nuestra cuenta. Ahora también él
pensaba que sería aún peor.
Lucas y yo tratamos de encontrar una solución. Era
complicado; nos dolía pensar en su situación, pero temíamos las
consecuencias que pudiera tener cualquier intervención. Sentíamos el impulso de
protegerlo. Una emoción que se nos ha olvidado. Incluso pensamos que era nuestro
deber. Nosotros, que ya no considerábamos que le debiéramos nada a nadie.
Nosotros, que tan egoístas éramos, desde que nos habíamos encerrado en nuestro
propio dolor. Andrés se había cruzado en nuestras vidas por azar, pero es que
el azar lo cambia todo.
Mientras seguíamos buscando una salida, tratamos de que durante
el tiempo que Andrés pasara con nosotros olvidara, o al menos no tuviera
presente, el infierno doméstico. Alguna vez salimos a la mar en un barco que le
dejaban prestado a Lucas. A Andrés parecía gustarle aquello, parecía un poco
más tranquilo, aunque apenas mostraba alegría.
Así estuvimos hasta que un día Andrés vino con un ojo
morado. Se había enfrentado a él. No podía aguantar más. No, no quería denunciarlo.
Eso no resolvería nada. ¿No lo veíamos todos los días en la tele? Como mucho,
serviría durante un tiempo, y ese tiempo siempre le parecería muy breve. Aunque
se fueran lejos, siempre tendrían miedo. Siempre estarían mirando en todas las
direcciones, nerviosos, asustados. Esperando que apareciera. No, él lo
solucionaría. Para siempre.
No podíamos dejar que Andrés se enfrentara a ese hombre.
Tampoco podíamos convencerle de que no hiciera nada. Ni Lucas ni yo estábamos dispuestos
a perder otra vez a alguien. Otra vez no. Tampoco esta vez seríamos culpables.
También está vez, si no lo evitábamos, pensaríamos que podíamos haber hecho muchos
más. Lucas mientras abrazaba a Andrés tratando de calmarle, miraba al mar. Esta
vez de un modo diferente. Creo que pedía su aprobación. La mía sabía que la
tenía. Estábamos unidos también en esto.
Ese hombre, el que pegó a Andrés, que importa a su nombre, fue
esa tarde al bar que más frecuentaba. Se mostró alterado lo que no era raro, y
desafiante lo que era normal. Estuvo con un par de acompañantes habituales que le
rieron las gracias un tiempo. Cuando se fueron hubo quien se vio obligado a
escucharle y a responderle hasta poder escabullirse. El resto del tiempo habló para todos y para nadie. Estuvo a punto de
golpear a un hombre porque pensó que se reía de él. Y no permitía que nadie se
riera de él. Nadie.
Un testigo contó que cuando salió del bar dos hombres se le
acercaron y se fue con ellos. Después de él nada más se supo. No hicieron mucho
caso de ese testigo; estaba tan borracho o más que el propio desaparecido. La
policía hizo su trabajo, pero no pareció lamentar mucho archivar el caso. Nadie
insistió para que continuaran buscándole. Los medios no creyeron que fuera una
noticia que pudiera venderse bien. Fue pronto olvidado.
Andrés seguramente si le recuerda. Confío en que cada vez
menos. Ha cambiado. Se siente libre y despreocupado. Ahora está alegre y lleno
de energía. Ahora nos reímos mucho más. Pero aún a veces, como en este momento,
nos quedamos en silencio y miramos al mar, y pensamos, y le agradecemos todo lo
que nos ayuda. Le agradecemos ser profundo e inmenso. Le agradecemos ser
nuestro cómplice.