lunes, 3 de octubre de 2016

PATRICIA

Hubo un largo e incómodo silencio. Todos me miraban; angustiosa expectación. En segundos, habían cambiado radicalmente de expresión. Las sonrisas o incluso risas, provocadas por la anticipación de mis palabras, se transformaron en gestos sorprendidos y tensos. No podían entenderlo. ¿Por qué no decía mi frase? La conocida y esperada, la que ya había aparecido tantas veces en las reuniones familiares. La que surgió por casualidad la primera vez, y que en otras ocasiones había sido recordada y solicitada. Mi marido me había dado la entrada…¿Por qué me había quedado callada?
Yo me sabía perfectamente el guión, por supuesto. Pero en ese instante me di cuenta de que no podía continuar con mi papel. La frase se quedó esperando en mi boca, pero no la dejé salir. Estuvo tanto tiempo allí que sentí que me estaba ahogando, tuve que levantarme e ir al baño.  
En él estoy ahora encerrada, tratando de tranquilizarme sin ningún éxito. Pensando cómo salir de esta situación. El problema es serio. No es sólo que no quiera decir frase. No es una cuestión de enfado con mi público, ni siquiera con parte de él. No es que prefiera ser considerada antipática a continuar siendo la protagonista de una tradición a la que ya no encuentro ninguna gracia. No. No es algo temporal, ni parcial. Es mucho más grave. No soy capaz de seguir siendo la que se espera que sea, la que ya no siento ser. Y lo que es aún peor: no tengo ni idea de quién soy en realidad.   
No sé cuánto tiempo pasé allí. Fue lo suficiente para que se preocuparan y me vinieran a buscar. Vino mi madre, y mi padre arrastrado por ella. No mi marido, ni mis hijos. Traté de tranquilizarme y salí. Vi a mi madre mirándome asustada. “Patricia estás muy pálida” “No es nada me he mareado un poco”. Mi padre, trató de rebajar tensión. “Uy, uy, uy, ¿no nos irás a dar una sorpresa, no?” No, no esa sorpresa en la que piensas. Afortunadamente. Con 44 años y tres hijos ya, la más pequeña de 14, no siento deseos de volver a ser madre de nuevo. En cuanto a otra sorpresa…no, no me sentí capaz de decir de verdad. De contar lo que había sentido. Una vez más callé. Cuando volví a la mesa, mi marido me miró sorprendido. Mis hijos parecían indiferentes; quizá tenían una leve mueca de disgusto, no estoy segura.
No hablé mucho más esa noche. No era capaz de explicar de lo que me estaba ocurriendo, y no había espacio en mi cabeza para ningún otro pensamiento. Aunque hubiera tenido el valor, aunque hubiera tenido la confianza de contárselo a alguien, no creo que hubiera podido comprenderme. Ni siquiera era capaz de contármelo con claridad a mí misma. Mi mente había sufrido una explosión, ahora sólo había un doloroso caos. Lo que sí sabía eran las ideas detonantes: A Patricia no se la ve. A Patricia no se la conoce. Patricia se oculta. Se oculta tanto, que ni yo sé bien quien es Patricia.
Toda la noche pensando. ¿Qué era lo que ellos veían? Un personaje. Un personaje que devuelve lo que los demás esperan de mí. Un personaje que nace desde fuera y no desde dentro. Que conseguía sonrisas, que evitaba conflictos. Que no provocaba sorpresas, y era siempre bien recibido por esperado. Un personaje que contiene y tapa los impulsos espontáneos, las ideas de éxito no garantizado. Que fue útil para afrontar el miedo al rechazo, y para satisfacer el deseo de agradar. Un personaje que se ha apoderado de mí.
Pero después de tanto tiempo oculta y reemplazada ¿Cómo saber quién era la auténtica Patricia? ¿Cómo recuperarla? Quizá la memoria pueda ser la solución. Buscándola en algún momentos de mi niñez. En algún momento concreto, no todos sirven, porque ya entonces la infantil Patricia estaba muy retenida por su timidez y su deseo de gustar, sobre todo a sus padres. Recuerdo que disfrutaba mucho tocando la guitarra. A veces me resultaban pesados los ensayos, pero cuando conseguía tocar la pieza con soltura era feliz. Sentía que era buena y pensaba que me gustaría hacerlo siempre. Mi maestra me dijo que tenía mucho talento y me animó a participar en un concierto junto a sus mejores alumnos. Al principio sentí mucha ilusión, pero después tuve miedo. Miedo a fallar, al fracaso, a que se rieran de mí. Quedaba una semana para el día del concierto, y estaba muy nerviosa. Mi madre vio que apenas comía, que dormía muy mal, y la dijo: “Patricia hija, no tienes que ir si no quieres. No tienes que sufrir por esto”. Dudé, a veces imaginaba aplauso y cariño, a veces pitidos y burla. Al final el miedo fue más fuerte. No toqué en ese concierto ni en ningún otro. Desde ese momento no ensayé con las mismas ganas, porque sabía que no iba a ser capaz de tocar delante de un público. Decidí yo, pero era una niña, si me hubieran animado, o al menos, si me hubieran obligado…
Pero seguí tocando para mí, y alguna vez para gente muy especial. De adolescente no sólo tocaba, también cantaba para un chico que me gustaba. Le cantaba tontas canciones de amor.  Tontas, pero a que esa edad cantaba con frescura, con pureza, como si fueran verdades eternas, las únicas que importaban. Eran momentos mágicos. Volcaba todo mi tierno corazón, expresaba todo lo que sentía y lo que deseaba sentir. A él le encantaba escucharme cantar. Me decía “Patricia, cantando te cambia la voz. Y también la cara. En serio pareces distinta, más segura, más brillante…” No echo de menos a ese chico. No tardé mucho en descubrir que no era como le soñaba. A la que si echo de menos es aquella Patricia inocente.
A mi marido nunca le emocionó mucho escucharme tocar, y poco actué para él. Sí tuve éxito tocando y cantando para mis niños, pero sólo cuando fueron muy pequeños. Nunca les he expresado mejor mi cariño y nunca me he sentido más unido a ellos. Elena, la mayor, fue a la que más tiempo pudo conservar, y sólo hasta a las 8 años. Me dolió mucho cuando ella perdió interés por mis improvisadas canciones. Y aunque debía estar ya preparada, no me dolió menos cuando ocurrió con mis otros dos hijos.
Ahora soy mí único público. Algunas veces, sola en casa, cuando me siento animada o cuando necesitaba un consuelo a mi tristeza, compongo, ensayo, interpreto. Actuando sólo para mí, no busco agradar a nadie, solo expresar aquello que llevo dentro y disfrutar. Canto canciones de otros que hago propias. Y canto mis propias canciones. Seguramente son tontas y malas, pero son mías, verdaderamente mías. Estoy presente en letra y música. Las siento, me emociono al cantarlas. Sí, ahí está Patricia, esa soy yo.

Acabó la noche insomne. Llegó la mañana y todos se fueron. Fui rápidamente a por mi guitarra…pero no eso no bastaba. Ponerme a tocar sola era una huida pero no una solución. No lo pensé mucho, para evitar que el miedo tuviera tiempo de controlar la situación. Me vestí, cogí lo que necesitaba y me fui al metro.
Sentí que todo el mundo me miraba, puede ser que fuera por lo cargada que iba, o por mis ojos de no haber dormido. Bajé la vista. No devolví las miradas; me hubiera sentido aún más nerviosa. Me bajé en Pacifico. Me dirigí hacia la línea 6, pero no llegué a ninguno de los dos andenes. En el pasillo que comunica ambos me detuve. Intenté no mirar a nadie y centrarme en cada acto sencillo, sin pensar en el significado de la secuencia completa.  

Abrí mí silla plegable. Saqué mi guitarra de su funda. Puse la funda delante de mí. Me senté. Traté de colocarme en la postura más cómoda posible. Respiré profundo, y, aun temblando, empecé a tocar. La primera moneda tardó en llegar. Luego vino otra. Alguien se detuvo a escucharme. Y entonces, empecé a cantar. 

lunes, 2 de mayo de 2016

EL SABOR DE LA CIENCIA




Vendo los mejores pastelitos del mundo. Eso dicen todos los que los compran, encantados, agradecidos. Habrá a quienes esa frase les parezca una exageración, hablar por hablar. Quienes argumenten que la mayoría de mis clientes no conocen más mundo que su ciudad, que no tienen apenas con que comparar. Pero yo conozco muchas, muchas ciudades, y puedo asegurar que en todas piensan lo mismo. Es más, creo que hablo con buen juicio y no dominado por la vanidad, si digo que nunca en la historia de la humanidad, desde sus inicios hasta este año 1723, se han podido comer mejores pasteles que los que yo preparo.
Inglaterra, Francia, Italia o España…no importa el país, es siempre la misma historia. Creo una pequeña pastelería, en un local humilde, discreto. No pago mucho para conseguir una buena situación; mis clientes vendrás a buscarme allí donde esté. Que sea amplio eso sí, para poder trabajar con comodidad y  tener mucho producto disponible. No necesito un gran letrero, y no estoy dispuesto a dar voces para atraer clientes. Dejo que el sabor haga su labor. Basta que alguien, algún curioso de la zona, entré a comprar algo, atraído por el olor. Es lo único que no varía algo en todo la historia, lo único que es fruto del azar y que me provoca curiosidad: ¿Cómo será ese cliente número 1? ¿Cómo se llamará? Lo demás es un proceso inevitable. No sólo vuelve con seguridad, también siente el incontenible impulso de contar lo que ha sentido. Y en poco tiempo, mi tienda ya es un gran éxito.
Mis precios no son altos. Pero aun así hay muchos que no pueden permitirse comprar mis pasteles y yo quiero que tengan oportunidad de disfrutarlos. Cuando cierro la tienda, voy con un carro a venderlos por un precio mínimo  a las zonas más pobres. Los vendo, porque la mayoría de la gente se siente mejor si los compra que si se los regalo. A los niños sí que se los doy gratis. Su reacción es casi la misma es cualquier lugar, pero nunca me canso de verla. Al principio devoran. Por supuesto les gusta mucho, pero la velocidad que provoca el hambre no les deja apreciar todo el sabor. Pero cuando ya la han calmado un poco, comen mucho más lentamente. Entonces valoran el sabor de lo que están disfrutando. Ellos no han probado nunca nada parecido, e intuyen que tampoco los nobles ni los príncipes están acostumbrados a algo igual. No es sólo la muy agradable sensación, es lo importantes que se sienten. Sé que eso momento no cambiará sus vidas, que cuando la acaben, seguirá su miseria, su hambre su sufrimiento. Pero tendrán algo bello que recordar, y una sensación agradable que no sólo se limita a lo sensitivo. Hay algo más profundo, hay en ese momento una belleza y una dignidad que querrán volver a recuperar. No hay ninguna transformación inmediata, no, pero quizá, en alguna ocasión, suponga el inicio de un movimiento.
A veces también visito los hospitales. Se ha atribuido a mis pasteles alguna curación milagrosa. Quién sabe, puede ser. Es posible que alguno de esos enfermos sólo necesitara para curarse un fuerte deseo de seguir experimentado sensaciones, y, por ello, de seguir viviendo. Un deseo poderoso, primario y muy antiguo, que un pequeño pastelito puede recuperar.
A las pocas semanas de haberme instalado, mis pasteles alcanzan ya tanta fama que hasta los más ricos mandan a sus criados a que hagan cola para comprarlos. Se convierten en la gran novedad que nadie, ni aquellos que todo pueden permitirse, quiere perderse. Y así sigo un tiempo, hasta que ya son muchos los que comienzan a preguntarse cuál será mi secreto. Siempre hay algunos que intentan imitar el sabor de mis pasteles, pero todos fracasan. La envidia se extiende. Se lanzan hipótesis nada agradables sobre los ingredientes que utilizo. Se pierden las buenas formas al pedirme que desvele mis trucos. Hasta la iglesia empieza a mostrarse interesada. Entonces debo irme.
Parece que estoy condenado a huir, aunque no haya malo en lo que hago. Nada que pueda dañar ni al cuerpo ni al alma. La clave de mi secreto es la ciencia. Pero no lo entenderían, no están preparados.

“Isaac, Isaac abre”. Mi abuela golpeaba varias veces la puerta del cuarto cerrado. Casi nunca conseguía respuesta. Cuando se cansaba dejaba la bandeja con la comida al lado de la puerta, y esperaba que el aroma de sus guisos hiciera el trabajo. Y lo solía hacer con rapidez. El olfato le hacía darse cuenta a Isaac del hambre que tenía. Era una de las muy pocas razones que podían justificar que interrumpiera su trabajo. Isaac abría y cogía la bandeja. Isaac era Isaac Newton. El científico, el genio.
Sí, mi abuela cocinaba para Newton. Y aunque por entonces él ya estaba cerca de los cuarenta y era muy reconocido, mi abuela le seguía llamando Isaac. Para ella era un hombre frágil, al que tenía cariño y por el que se preocupaba. Se preocupaba por sus largos encierros, por su soledad, por su deseo de saber más que nadie y demostrarlo.
No era sólo alimento lo que mi abuela le daba a Isaac. A veces cuando Newton se sentía frustrado porque intuía que algo importante estaba cerca, pero no conseguía alcanzarlo, aunque dedicara incontables horas y todo su esfuerzo y capacidad para lograrlo. Imaginaba grandes maravillas que se descubrirían en el futuro y que él no vería. Otras veces simplemente se sentía solo o triste, como cualquier otro mortal. Entonces buscaba la compañía de mí abuela, en la cocina o en una sala donde tejía. Conversaba con ella.
Yo escuché alguna de esas conversaciones. Me impresionaba ver a Newton. O quizá no es el niño que ignoraba casi todo el que se emocionaba por ver a Newton muy cerca, por oír su voz. Es quizá el adulto que conoce su grandeza el que se impresiona al recordar.
Quizá simplemente algunas de esas conversaciones se me grabaron porque me parecían muy curiosas, diferentes a las habituales. A la fuerza tenían que resultar chocante un diálogo entre una de las personas con mayor sabiduría de su época, y una mujer que no sabía leer ni escribir. Ella le hablaba de sus labores, o de los sucesos que conocía: nacimientos, bodas, muertes…Él al principio callaba y escuchaba, pero pasado un tiempo tenía necesidad de contar algo de lo que rondaba por su mente. Evidentemente a mi abuela le costaba mucho entender lo que decía.  Newton en ocasiones se desesperaba. Recuerdo, por ejemplo, una conversación sobre alquimia. Para empezar, a mi abuela le parecía que todo aquello era cosa de brujería, de magia peligrosa. Newton defendía que era ciencia, que a los innovadores siempre se les acusaba de brujos, pero que gracias a ellos la humanidad había progresado. Pero incluso aunque el demonio no participara en ello, mi abuela seguía sin ver en ello nada bueno. No entendía el sentido de esa búsqueda del oro que había en todo. “El oro hace rico a algunos porque hay poco. Pero si puede conseguirse con facilidad, ¿de qué servirá? No es necesario para vivir. Sería mejor convertir las piedras en comida, o conseguir que calentaran las casas todo el invierno“. Newton, resoplando de vez en cuando, trataba de explicarse. ”Conseguir oro es un reto, un gran reto. Es necesario realizar un enorme trabajo para lograrlo. Un trabajo que nos ayudará a comprender que está hecho todo, lo que forma cada cosa, cada ser, y descubrir como alterar esa composición. Ese trabajo nos ayudará a vivir mejor. Se lo aseguro”.
En ocasiones, las conversaciones le resultaban muy provechosas a Newton. El esfuerzo que hacía por ser entendido, o un comentario de mi abuela al captar algunas palabras sueltas, le daban una idea que de ningún otro modo hubiera nacido en su mente. Y la conversación finalizaba bruscamente, porque él salía corriendo a trabajar.  A veces la idea no surgía de inmediato; se gestaba de la misma forma pero nacía un tiempo después, cuando Newton se dedicaba a otros asuntos. Las pruebas son los extraños artilugios que Newton creo para hacer más sencillas sus labores a mi abuela, y que le entregaba orgulloso días o semanas después de que ella le hubiera contado las dificultades que tenía.  
Mi abuela también fue musa de una de sus principales descubrimientos. Un día mientras trabajaba, escuchó los lamentos a gritos de mi abuela. Salió corriendo y la encontró tirada en el suelo. Ella le dijo: “Isaac, por favor, ayúdame. Me he caído y no soy capaz de levantarme. Ay, parece que alguien estuviera tirando de mí, sujetándome. No puedo despegarme del suelo”. He escuchado otra historia muy tonta que explicaría como se produjo ese descubrimiento, que no sé de donde pudo  surgir.
La importancia que mi abuela tuvo para Newton quedó demostrada cuando ella murió. Tanto la echaba de menos que quiso recuperarla. No a ella físicamente; era un genio y se creía capaz de logros extraordinarios, pero no estaba loco. Quiso recuperarla recobrando sus sabores, sus aromas. En especial el de sus pasteles, dulces y salados. Newton traslado su estudio a la cocina. Abordó la situación como lo hubiera hecho con cualquier otra materia. Aplicó el mismo método. Leyó, preguntó, investigó. Desarrollo diversas teorías, y cuando se sintió suficientemente preparado, experimentó. Alcanzar el mejor sabor posible era su objetivo, y las combinaciones de productos y las formas de elaboración su procedimiento. Temperaturas, tiempos, medidas, todo fue calculado y probado minuciosamente. Y al final tuvo éxito.
Toma notas sobre todo el desarrollo de su trabajo, y al final del mismo, redactó con claridad las instrucciones para conseguir los mejores resultados. No quiso hacer público ese descubrimiento. Quizá para él era algo privado que realizó para su propio uso. Quizá pensó que perdería mucho prestigio como científico si publicaba un trabajo sobre cocina. Lo que sé es que se lo envío a mi padre que no supo bien que hacer con aquellos papeles. Afortunadamente me los dio en vez de destruirlos.  

Desde entonces los tengo, y los consulto cada día. Los hago con mucho cuidado; son mi tesoro. Aun no entiendo algunas partes de lo que escribió en ellos. Hay hojas con larguísimas fórmulas que siguen siendo indescifrables. Pero tras mucho estudio he logrado comprender gran parte del desarrollo de su trabajo. Ya no sólo puede seguir las instrucciones en las que detalló los pasos a seguir para obtener los mejores resultados que logró. Me he atrevido a hacer muy leves variaciones en alguno de esos pasos, en algunos ingredientes o cantidades, y he conseguido obtener sabores distintos, que, según la opinión de los clientes, no desmerecen a los originales de Newton. Eso me hace sentir un gran orgullo de autor. Y me ayuda a sentirme convencido que he hecho bien convirtiendo a estos papeles en mi vida.
Pero quiero que la vida de esta obra sea mucho más larga que la mía. No la hago público porque temo que los pocos que pudieran descifrarla y no la condenaran, podrían hacer un mal uso de ella. Un uso egoísta y miserable.
Prefiero difundirla selectivamente. En cada ciudad elijo como aprendiz a un muchacho pobre que me parece espabilado y honrado. A él le enseño parte de mis conocimientos. Lo suficiente para hacer pasteles muy sabrosos con bajo coste. A todos mis aprendices les digo que no deben utilizar lo que saben para enriquecerse o para lograr fama, que busquen hacen sentir bien a los demás, sobre todo a los que más lo necesitan. Alguno no cumplirá esa petición, pero es un riesgo que debo correr.
Sé que algún día tendré que hacer una apuesta aún mayor: elegir la persona adecuada para entregarle estos papeles. Alguien íntegro y con el conocimiento suficiente para entender el trabajo, o con la capacidad necesaria para llegar a tener ese conocimiento.
Antes de encontrar al adecuado debo resolver una gran duda: decirle o no quien es el autor de esa gran obra. Newton no dejó ninguna firma en su obra. Nadie adivinaría de quien procede. Me hace sentir mal que nadie que cuando yo no esté nadie en el mundo sabrá quién es el responsable de aquello que puede producir tanta satisfacción. Pero por otra parte, fue su voluntad no revelar a nadie que realizó ese trabajo, y será siempre recordado como un genio se descubra o no este nuevo mérito.
Lo debo seguir pensando, pero la solución que de momento me parece mejor es la siguiente: no decirle a mi elegido quien es el autor, pero ponerle como condición para la entrega que me prometa que guardara con sumo cuidado esos papeles. Y que aquel a quien él se los transmita le haga prometer lo mismo. Así respeto su deseo de anonimato pero no impido que alguien, algún día en el futuro, estudie y analice documentos importantes de la historia, y descubra con gran sorpresa que Newton también estuvo en la cocina.



lunes, 18 de enero de 2016

¿Puedes oirme Ana?



Todo había cambiado en un instante. La ciudad se mostraba más bonita, más agradable, más amigable. Nunca la había visto así. Lo normal es que se sintiera atemorizada, que todo, incluida la gente, especialmente la gente, le resultara agresiva y hostil. Pero ahora esos miedos parecían absurdos.

Ese mundo, al que muy a menudo había sentido no pertenecer. Esa gente tan diferente a ella, que solía mirarla como a un ser extraño, haciéndola sentir apartada. Y sin embargo, en este momento todo parecía hecho para que ella disfrutase y todos querían hacerla feliz. Se sentía protagonista, admirada y querida. Al verla, sonreían, cantaban, bailaban. Como en una de esas películas musicales que le encantaban. Sí, podía oír la música. Le gustaba mucho. También la letra, aunque le diera un poco de vergüenza que repitieran tantas veces su nombre “Ana, Ana, Ana…”

Incluso al llegar al instituto se encontraba calmada, a pesar de haber sufrido tanto allí. Recordaba que lo único que pedía cada día era que se olvidaran de ella, que la dejasen tranquila. Que no hubiera burlas, ni insultos. Que no la hicieran daño. Y que, si ocurría, fuera al menos capaz de no llorar, porque si lo hacía aún iba a ser mucho peor. Pero esta vez el dolor parecía tan lejano, que pensó que quizá no había sido real, tan sólo una pesadilla.

Aquellas a las que más había temido ahora eran muy buenas con ella. No sentía rencor, al contrario. El hecho de que hubieran sido malas, crueles, hacía más dulce y valioso el cariño de ahora. Sentía que la necesitaban, tenía que quererlas.

El chico que tanto le gustaba hoy sólo tenía ojos para Ana, hasta daba un poco de pena, porque en cuanto ella se alejaba un poco parecía muy triste. Y ella comprendía muy bien la tristeza. Se acercó a él y le acarició la cara, sintiéndose nerviosa y torpe, por falta de práctica, pero también alegre por tener la oportunidad de expresar toda su ternura.

Por un momento fue muy feliz, pero pronto comprendió que ya no la correspondía estar allí. Debía viajar. Abandonar esa vida. Sentirse libre. Nada podía retenerla, ni siquiera la tierra. Sin esfuerzo, casi sin darse cuenta, despegó del suelo y empezó a volar. Realizó un rápido ascenso. Alcanzó el cielo y continuó, hasta llegar al espacio exterior. No pensó que lo que le estaba ocurriendo fuera raro. Tampoco se entusiasmó. Estaba tranquila, en paz.

De repente creyó oír la voz de su madre, muy lejana, llamándola “Ana”. Su madre, pronunciando su nombre en el mismo tono preocupado que ponía cuando la decía que tenía que comer, y Ana no podía, porque la tristeza la hacía perder el apetito y la provocaba dolor de estómago. O cuando la veía en la cara que había llorado, y la preguntaba “¿Ana, qué te pasa, algo va mal?

La voz de su madre parecía cada vez más fuerte. Se esforzó por escuchar lo que decía, pero no podía entender las palabras. Quiso volver junto a ella…pero ya no era posible, estaba demasiado lejos. No supo localizar en qué lugar del planeta azul se encontraba su casa. Además Ana estaba empezando a sentir que dejaba de ser Ana. Que se transformaba en algo diferente. O quizá se convertía simplemente en nada. Se desvanecía. Desaparecía.



La madre de Ana lloraba. La madre, que al llegar a casa había abierto la habitación. La madre que se había extrañado de que estuviera a oscuras y en su cama. La madre que preguntó “¿Ana qué te pasa, estás bien? Y luego, al no oír respuesta, encendió la luz, vio la caja de pastillas, se lanzó sobre su hija y gritó: “Ana, ¿me oyes Ana? ¿me oyes? ¡Ana despierta! ¡Ana! ¿Qué has hecho? ¿Por qué?"


miércoles, 6 de enero de 2016

Mi cuñado, el maratoniano




24 de Diciembre de 2015. Otra vez Nochebuena. Otra vez cena familiar. Otra vez veré a mi cuñado. Siendo honesto, no sé quién es el peor de los dos; si él o yo por dejar que me afecte lo que dice. Pero es que no puedo evitarlo. Cuando se pone a hablar como si fuera el primero en la lista Forbes a la vez que el Dalai Lama… Que me dan ganas de decirle, enhorabuena salvador del mundo, pero que sepas que yo me he quedado con la mejor de las dos hermanas y la más guapa, no hay duda de eso. Que no lo digo todos juntos porque yo soy educado y se comportarme, y tampoco quiero ofender a mi cuñada, que es un poco bruja pero es la hermana de mi mujer. Se lo digo sólo a mi mujer, que me dice que calle, pero sé que la gusta.
Lo del año pasado fue tremendo. Toda la noche hablando de su maratón, de todo lo que había entrenado, del esfuerzo que suponía, de la tremenda experiencia que era. Hércules contando sus hazañas. Y todos halagándole, y él creciéndose más y más. Y ya cuando dijo aquello de: “Cuñado tu deberías empezar a correr. Te vendría bien, y así bajarías esa barriguita”. Yo no tengo…bueno, sí, pero ha sido últimamente, que me he descuidado un poco. “Pero claro, poco a poco, que no queremos que te pase nada malo”. Jaja, me parto contigo. Pues que sepas que yo podría también correr un maratón. Eso no sólo lo pensé. Lo dije en alto. “¿Cuál es el siguiente que vas a correr? ¿Aquí en Madrid? ¿Y eso cuando va a ser? ¿Finales de Abril? Pues bien, me da tiempo. No, no estoy loco, ni he bebido demasiado. Y lo voy a correr sin pararme, ni andar. Todo corriendo”. Eso dije. A la mañana, en frío me di cuenta de la magnitud del error, pero ya no podía volverme atrás. No fue un día fácil, con las bromitas de mi mujer del tipo: “¿Quién es el más machitooo?” “Mi torito bravo que quiere ser el capitán de la manada” “¿Bajas la basura, macho alfa’”. Mi alegato, encendido y honesto, exponiendo que las personas humanas debemos estar dispuestos a todo en la lucha por nuestra dignidad, no tuvo apenas efecto.
Dicho estaba, y nada es un hombre sin palabra. Tenía que ponerme a ello…pero después de que acabaran las fiestas, claro. Pero ya en Reyes mi cuñado me regalo unos calcetines y un libro sobre cómo preparar el maratón. Y me sugirió toda una infinitud de productos carísimos que según él eran imprescindibles: el gps con pulsómetro, el cortavientos, las supermegazapatilllas…
Zapatillas compré. Pero no las que me dijo mi cuñado. No me iba a dejar tutelar por él, convertirme en su seguidor, su discípulo. Tampoco las que me dijo el dependiente, que estaba claro que me quería enchufar las más caras. Me compré unas que me parecieron que eran suficientes. Aunque él me dijo que no me las aconsejaba, porque con mi peso…¿Qué quería decir con eso? También me dijo algo de la pisada que no entendí.

11 de Enero de 2015. Ahí estaba yo dispuesto a empezar. Con mis zapatillas nuevas, mi pantalón corto amplio, de cuando jugaba al baloncesto, una camiseta de las que usaba en verano, y mi chaqueta de chandal. Venga, a ello que hace frío. Suave, que no hay que forzar el primer día. A los cinco minutos me sentía ya agotado, pero no podía parar tan pronto. Lo hice a los 10. Anduve un poco y volvía a correr otros 10 como pude. Al día siguiente estaba fatal.
Mi mujer viendo mi deplorable aspecto, comunicándome que estaba viendo mi deplorable aspecto, acentuando que era deplorable, aprovechó para imponer una dieta. Algo que ya había aconsejado mi cuñado, por supuesto. No sé si ella de verdad lo hizo por mi bien, porque quería un marido con mejor imagen, o por simple crueldad. Su argumento final fue que nos beneficiaría a los dos. Que a ella también le convenía perder unos kilitos. Yo la dije que estaba perfecta. No era cierto, por supuesto. Le sobraban unos kilitos que además tenían tendencia a la agrupación. Pero la sinceridad absoluta no sólo era perjudicial para nuestra relación de pareja, sino que además no iba a contribuir nada a lograr una alimentación decente. Y por decente quiero decir sabrosa.

23 de Enero de 2015. Tras los primeros días, y habiendo conseguido ya correr 25 minutos seguidos, era tiempo de la planificación estratégica: había que definir un programa de entreno. Por supuesto, busque la ayuda de los expertos. Y donde hay más expertos que en internet. Miré y miré planes de entreno, y al final hice una fusión, que consideré una combinación favorable para mí, de los me parecieron menos inhumanos. Yo sólo había dicho que terminaría la maratón, no que quisiera ir a las olimpiadas. Por supuesto sólo rodajes, nada de series ni de barbaridades que a mí me parecían propias de keniatas esqueléticos. Aunque por lo que vi en grupos de Facebook había muchos que hacían entrenos brutales y presumían de ello.  A la gente, desde luego, se le va la cabeza.

15 de Febrero de 2015. Me estaba costando, lo acepto, pero fue satisfactorio ver que cada vez era capaz de correr durante más tiempo seguido. Ya había llegado a correr una hora sin pararme ni andar.
Había tenido que hacer alguna compra más. Unos pantalones más cómodos, un par de camisetas que no se empaparan en sudor, y un cortavientos para no pasar frío. Incluso me probé unas mallas, pero no, definitivamente yo no iba a salir a la calle así.
También tuve que comprarme un mp3 para no aburrirme. Qué lo pensé mal, porque lo compré sólo para reproducir música. Con lo útil que hubiera sido que hubiera sido también radio en los días que había fútbol. O sea, casi todos.
Tuve que cambiar de lugar de entreno. Se me quedó corto el pequeño parque cerca de mi casa, y empecé a correr en el Retiro. Allí empecé a darme cuenta de la cantidad de gente que se dedicaba a esto. Gente de todo tipo. A mi sobre todo me llamaban la atención los que se parecían que iban a morir, por su respiración agónica, los que actuaban como si fueran leyendas del atletismo, que te adelantaban con gesto de desprecio, tratando de mostrar que estorbabas como un camión a 30 por hora en una autopista, y, por encima de todo, me llamaban la atención las chicas muy monas con espectaculares figuras. Estimulantes, muy estimulantes.
Y a la semana siguiente, mi primera carrera.

22 de Febrero de 2015. Mi primera carrera. Un 10.000. Mi cuñado se ofreció a acompañarme, pero yo preferí declinar amablemente la proposición.
Me sentí muy raro allí. Perdido entre miles, sin saber dónde colocarme. Era el niño nuevo en el cole. Sentía que no pertenecía a aquello. Se veía a todo la gente muy preparada y muy excitada. Yo estaba tranquilo cuando llegué, pero me afectó la agitación dominante.
Me sitúe unos 200 metros detrás de la línea de salida, y a pesar de lo lejos que estaba, y que detrás de mí no quedaba mucha gente, sufrí unos cuantos empujones de gente que quería ir hacia adelante.
Dieron la salida. Yo esperé. Esperé. Me puse a andar, y por fin pude empezar a correr. Salí atrás entre gente que tenía el mismo o peor aspecto que yo. Pensé que podría ir a su ritmo, pero empezaron a correr muy deprisa. Al menos muy deprisa para mí. Tenía pensado ir a mi marcheta habitual, llegar sin más, pero dada la situación no pude. Me piqué. No podía ser que me dejaran todos atrás. Gente con barrigones considerables. Señores mayores. Señoras mayores. Tenía que forzar. Y a mitad de la carrera estaba que no podía más. Es cierto que muchos otros estaban igual que yo. ¿En esto consiste esto de las carreras populares, en un desafío mortal? Acabé como pude, hecho polvo en 1:06. Y eso habían sido diez kilómetros. Menos de una cuarta parte de un maratón.

29 de Febrero de 2015. Después del 10.000 quedó claro que tenía que aumentar mucho mi resistencia.
Ahora mi programa personalizado tendría entrenos más largos. Al principio parecía que aguantaba bastante bien el aumento de tiempo. Ayudaba mucho el tener menos carga que transportar. Había adelgazado tres kilos, y me había acostumbrado a comer raro, digo sano. Es verdad que echaba de menos alguna comida, bien grasienta, bien rellena de nata y/o chocolate, pero me era no sólo consolador, sino también hermoso, pensar en el atracón post-maratón. 
Lo malo es que después de una semana haciendo más kilómetros empezaron los dolores. No le di importancia. No quería contárselo a nadie, pero mi mujer vio mi cara de dolor al dar los primeros pasos del día. Y mi cuñado acabó por enterarse. Él me dijo que debía ir al fisio, que era obligada la visita al fisio. Que no fuera loco. Y no sólo me lo dijo a mí, se lo dijo también a mi mujer, que inició una presión mediática. Yo me resistí, pero ante el riesgo que parecía posible de no poder andar, y la amenaza, aún más preocupante, de terribles situaciones de tensión en las reuniones familiares si no podía seguir con la preparación, tuve que ceder. 
El fisio me hizo daño terrible e inesperado, no me habían advertido de eso. Lo soporte heroicamente, sobre todo cuando podía ver mi cara. Boca abajo creo que solté una lágrima, pero cualquiera, por muy hombre que sea, lo hubiera hecho en mi lugar. El hombre, después de decirme que esa había sido la primera de muchas sesiones necesarias, vio las zapatillas que llevaba, me preguntó si corría con ellas y me dijo que estaba loco, que esas tenían muy poca amortiguación. Y que probablemente algunos de los problemas que había sufrido eran porque no me permitían pisar bien.
Tan mal me lo puso que fui a comprarme otras zapatillas. Por supuesto, no a la misma tienda. Primero me hicieron un análisis de pisada y después me vendieron unas insultantemente caras. Por culpa de mi cuñado, porque era claramente su culpa, estaba perjudicando seriamente mi salud, y poniendo en peligro la economía familiar.

22 de Marzo de 2015. Estaba muy preocupado. Sentía que en las últimas semanas había progresado mucho más lentamente que en las primeras. Y los días no tachados en el calendario hasta la fecha del maratón me parecían muy pocos, demasiado pocos. Esa fecha me amenazaba continuamente durante el día, y por la noche me quitaba horas de sueño.
Lo bueno es que entrenar no me costaba mucho. A veces sí, me daba pereza. Ir después del trabajo, sólo, de noche, con frío. Pero cuando me ponía a ello, me metía en mi mundo, con mi música, me olvidaba de todo y me sentía bien. Y al terminar me quedaba tranquilo, con mejor humor.
La media maratón de la próxima semana sería una prueba importante. Nunca había corrido tanto. Y no solía tener que acabarla, sino hacerlo con la sensación de que podría seguir corriendo.

29 de Marzo de 2015. Media Maratón. En la salida ya no me sentía tan extraño. Mi estado de nervios estaba a tono con el ambiente. Tenía ganas y cierta tensión, quizá responsabilidad. No diría yo que miedo. El “se te ve cagao” de mi mujer no me parece que sea una descripción afortunada.
Para sentirme más integrado estrené un nuevo pantalón corto, totalmente runner, y me puse la camiseta de la carrera que me entregaron junto al dorsal.
Esta vez me lo tomé con tranquilidad desde el principio. No me preocupé por nadie. Que un grupo que parecía una excursión del Imserso me adelantaba, daba igual, no me afectaba. Yo a lo mío. Seguro que estarían hasta arriba de medicación. Mucho dopao es lo que hay.
Superé los 10 sin problema. Todo iba bien. Me encontraba fuerte aún, y ahora venía la parte más sencilla de la carrera.
En el 15 empecé a sentirme muy cansado. Eso estaba dentro de lo previsto. Pero lo que no imaginaba y fue peor fue el dolor que empecé a notar dolor por rozaduras en los muslos. Recordé entonces a mi cuñado diciendo algo de vaselina y rozaduras. Cuando me dijo aquello no lo guardé como información importante; solo lo utilicé para imaginar una asociación que me pareció graciosa entre mi cuñado y un uso alternativo de la vaselina.
Cansancio, dolor. Dolor, cansancio. Ese fue el bucle infinito de mis pensamientos la última media hora.
Acabé en dos horas y 14 minutos. Mi imagen en el vídeo de llegada es patética. Con una cara de horrible sufrimiento, corriendo de mala manera por el cansancio y las rozaduras…. La mayoría de la gente me miraba con pena. Otros me aplaudían y me llamaban valiente, creo que pensando por mi manera de correr que no me rendía pese a estar gravemente lesionado. Y también había quien hacía algún comentario del tipo: “hay que estar loco”. Ya pero 21 kilómetros corridos. Ponte tú. Ponte tú.

19  de Abril de 2015. Estaba ya de los nervios. Una semana quedaba. 42 Kilómetros, ¡qué barbaridad! Lo máximo que había hecho eran 25. Había leído de todo. Me había metido en grupos de corredores, y cada uno decía una cosa. Qué si no corrías al menos 30 ni te presentaras al maratón, que si haces entrenos de más dos horas, tampoco lo intentes, porque te vas a sentir agotado en carrera...Yo en casos como estos hago síntesis y tiro por el medio.
Pero ahora que ya no había solución posible me preguntaba si me había preparado suficientemente. Si no me quedaría sin energía mucho antes de meta. Esta semana correría muy poco. Todo el mundo coincidía que debía ser de casi descanso. Menos mal porque las últimas semanas me costaba mucho salir a correr. El entrenamiento se había convertido en una carga muy pesada. Estaba bastante harto.
Llevaba muchos días sin pensar en prácticamente en nada más que en el maratón. Cuando comía pensaba maratón. Mirando el Marca pensaba en maratón, y eso que no había ninguna noticia de atletismo. Cuando mi mujer se ponía cariñosa….en fin en todo momento y cuanto más pensaba más de los nervios me ponía. Y si en algún instante me conseguía olvidar, ahí estaba mi cuñado enviándome un whatsapp. Llegué a pensar que era un diabólico plan suyo para lavarme el cerebro.
Intentaba que en casa eso no se notará mi agitación. Pero puede ser, por los comentarios de mi mujer del tipo “Chico relájate, que pareces Chiquito”, que no mantuviera mi habitual compostura.
Que llegara ya el momento, que llegara ya…

26 de Abril de 2015. Llegó el momento.
Bueno, a ver, estoy. Dorsal con chip puesto. Capas y capas de vaselina por encima, aplicadas. Reloj cronómetro de toda la vida, sin gps ni leches, en la muñeca. Mp3, cargado de música épica, preparado y cargado. Geles que me dio mi cuñado…en casa guardados. No tengo yo estómago para esas mierdas. Sí que llevo los calcetines que me regalo, que la verdad, son buenos.
He comido pasta para un mes, en estos últimos días.  Y además arroz, y mucho pan. He desayunado más o menos normal…en la normalidad que he tenido estos tres últimos meses. Ya mañana será otra historia.
He dormido muy poco. Pero estos días he descansado bien, a costa de algún pequeño conflicto doméstico. Era necesario.
Llueve. Llueve un poco, no creo que vaya a más. Si se mantiene así no lo veo mal.
He perdido la cuenta de las veces que he tenido que ir al baño esta mañana. La última de ella en los WC portátiles de la carrera. ¡Dios mío, qué experiencia! Ni en Guantánamo. Y espero que empiece yo porque me está viniendo una nueva necesidad.
Las 9 ya. Parece que han salido los primeros a mí me queda un buen rato.
Bueno, esto empieza. Suave, tú suave.
Tiene su gracia esto. Gran parte de Madrid cortada para correr por ella; se siente uno importante.
Debería haber practicado lo de beber en movimiento, casi me ahogo.
Lo de pasar por el centro lleno de gente animando me ha gustado. Es como ser Induráin por un instante. Y lo de que estuvieran mi mujer y su hermana gritando y aplaudiendo en plan fans adolescentes ha estado bien.
Esta vez me paro a beber tranquilamente. Esto cuenta como repostaje, o sea como parada inevitable en carrera.
A la media maratón llego bien. De momento, todo correcto. Hasta lo estoy disfrutando por momentos. Es un tanto duro pensar que todavía queda la mitad. Pero bueno, poco a poco, paso a paso.
Esto de la Casa de Campo se me está haciendo duro. Todavía quedan 15 kilómetros, y ya me duelen bastante las piernas. Además está lloviendo más y aquí no hay casi gente animando.
Diez kilómetros todavía, y ahora casi todo cuesta arriba más de 3 horas y 20 corriendo y todavía me queda más de una hora. Y además pisando charcos, que digo charcos, lagos. Tenía que llover hoy lo que no caído en meses. Estoy ya bastante, como diría… hasta los mismos. Me duele casi todo, estoy muy cansado, empapado, uff, que manera de sufrir más tonta. Me cago en mi cuñao y en toda su estirpe.
Ocho kilómetros, sí hombre, estoy yo ahora como para la canción de Rocky. Mejor apago el Mp3.
Cinco kilómetros me quedan. La tentación ha sido grande pero no me he parado, no he andado. He corrido todo el tiempo menos en los avituallamientos. He corrido más despacio de los que muchos andan, no digo que no, pero he corrido.  No seré el mejor corredor del mundo pero como cabezón gano medalla.
Llego a Atocha. Anda, no es ese, no puede…es…mi cuñado. El tío había acabado hace un rato y se había venido a acompañarme. Que huevos….jo…pues…pues…se lo agradezco. Hasta me he alegrado de verle. No sabe lo que me ayuda tener una compañía. Ni lo sabrá; mejor me lo quedo dentro.
Medio muerto, o tres cuartos muerto, estoy llegando. “Venga coño, que queda un kilómetro”. No sé si eso lo dice mi cuñado o una voz interior. Supongo que mi cuñado, porque mi voz interior lleva mucho sólo quejándose y maldiciendo.
No vi a mujer ni a su hermana en meta, en ese momento no sentí orgullo, ni gloria…Lo único bueno que sentí al llegar fue alivio. Por fin se acababa el sufrimiento tras 4:52 minutos.
Recuerdo poco de la tarde de ese día. Sé que esté tumbado en el sofá hasta irme a la cama, sumido en una especie de inconsciencia provocada por el agotamiento. En el algún breve momento creo que se asomó a mi mente cierta alegría, pero se extinguía rápidamente.
Los días siguientes a pesar de soportar terribles sufrimientos, me fui sintiendo más satisfecho de lo que había logrado. Aunque mis piernas protestaban con intensidad mi mente se venía arriba. Recibí felicitaciones de mucha gente. A mucho de ellos les tuve que explicar que la distancia del maratón era 42 km y 195 metros. Siempre 42 kilómetros 195 metros. En Madrid, en Pekín y en Pokón.
Por supuesto puse mi logro en Facebook como era obligado. Y recibí entusiastas comentarios.
Todo iba bien, hasta que mi cuñado puso su crónica también en Facebook. Describía no sólo el maratón sino toda la preparación como algo hermoso. Algo de lo que había disfrutado, que le había hecho sentir y aprender. De verdad que parecía sincero. Hasta me emocionó el muy cabrito.
Yo no lo había vivido ni así ni parecido. Había tenido algún buen momento, pero en general, lo había sufrido como un duro castigo merecido por bocazas. Una obligación de la que había liberarse. Mientras que mi cuñado esperó el día del maratón con ilusión, para mí era la fecha en la que se ejecutaba mi sentencia.
No sé, aquello me dejó mal… me hizo ver que había hecho algo bonito, pero sin darme cuenta y por un motivo equivocado. Aunque más tarde pensé, que quizá realmente yo había vivido la maratón como la experiencia dolorosa y sin sentido que en realidad es, y sólo una mente degenerada lo percibe de otra manera.
Mi cuñado, en su crónica también añadía un prologando comentario sobre mí, lleno de halagos. Que sí yo no era consciente lo que había logrado. Que tenía un mérito extraordinario. Qué estaba claro que tenía condiciones y que, si entrenaba bien, haría tiempazos. Que era un campeón… Por un momento estuve a punto de creerme esas dulces palabras, pero pronto me di cuenta que me estaba lanzando el anzuelo. No iba a caer, no, no, no. No contaba con mi astucia. 
Estuve una buena temporada sin correr, rechazando sin dudar, incluso con alegría, todas las invitaciones a “hacer un rodajito” de mi cuñado.
Pero un día, vi las zapatillas y me apeteció. Desde entonces lo hago con cierta regularidad. No sigo ningún plan, ni me planteo ningún objetivo. Aunque cuando me encuentra con ganas intento mejorar mis marcas en la vuelta al Retiro o corriendo diez kilómetros.

24 de Diciembre de 2015. Otra vez es Nochebuena, y mi cuñado me ha dicho que tiene que proponerme algo. A ver que tontería se le ha ocurrido esta vez. Lo tiene claro si piensa que me va a liar…”¿Maratón de Nueva York?” Coño, la verdad es que mola la idea.