domingo, 30 de enero de 2022

Blancanieves y el espejo mágico de mano

Hace muchos, muchos años, en un pequeño reino, nació una princesa a la que llamaron Blancanieves. Era una niña largo tiempo esperada y recibió mucho cariño. Pero por desgracia su felicidad fue golpeada siendo aún muy pequeña: tenía siete años cuando su madre enfermó y murió. Hizo un recuento de todos los recuerdos que tenía junto a su madre, y le parecieron muy pocos; pensó en su futuro, en todos los momentos en los que su madre no iba a estar y le parecieron muchísimos. Para sentirse un poco acompañada por su madre, pidió que trasladaran a su dormitorio un gran retrato de ella, y nunca se quitaba la que fue su joya favorita: un brazalete de plata con el escudo de su familia.  

Tanto su padre como Blancanieves se vieron muy afectados, pero al menos se tenían el uno al otro. Estuvieron muy unidos hasta que algo les separó. Cuando la princesa tenía 15 años, su padre se sintió atraído por una preciosa y joven dama llamada Patricia. Algo mayor que su hija, pero no mucho. Se conocieron discretamente, y descubrieron que ambos se sentían bien en la compañía del otro. El rey estaba muy ilusionado. Con un poco de suerte, tenía aún mucha vida por delante, y quería aprovecharla. Aunque el palacio tenía un magnífico sistema de calefacción, las frías noches de invierno se le hacían muy largas desde hacía años. Pero estaba preocupado por la reacción que pudiera tener su hija. Muchas noches estuvo meditando, mientras fumaba su pipa de marihuana. Al final el amor por la joven fue más poderoso que sus temores. Patricia, aceptó muy emocionada la proposición. Algunos la han acusado de interesada, ya que años antes, en los diarios de Patricia, que escribió durante toda su vida, reflejó su sueños de ser reina. Pero eso no impide, más bien favorece, que estuviera enamorada del rey. Según todos los que los vieron juntos, si no lo estaba lo imitaba muy bien.

La reacción de Blancanieves, fue peor de lo esperado. Ya había mostrado su desagrado por Patricia cuando le fue presentada, a pesar de que la joven dama se mostró encantadora. Su padre le habló con la mayor de las delicadezas, explicando con cuidado, sinceridad y profundidad lo que sentía, e insistiendo con honesta intensidad que en nada afectaba a lo que quería a su hija. Pero Blancanieves no le hizo ningún caso, se enfadó muchísimo y acusó a su padre de traición, y le llamó viejo degenerado. Aún peores fueron los insultos a Patricia, que acompañó de amenazas. 

Hubo boda poco después, pero no celebración. El rey sabía que ninguna alegría habría en un festejo si Blancanieves, que apenas le hablaba, no participaba. 

Para intentar que su hija se fuera serenando y que tuviera compañía, puso a su servicio una guardia de siete sortos. Eran unos hombres de estatura reducida, fuertes y de carácter recio que provenían de las Tierras Altas. El pueblo sorto fue conquistado y esclavizado por un reino enemigo. Los varones sortos trabajaron primero en las minas, y después fueron convertidos en guerreros, tras ser castrados. Cuando el año anterior fueron liberados por el padre de Blancanieves le juraron lealtad eterna.

Unas semanas después de la boda, Blancanieves cambió su actitud. Le dijo a su padre que había actuado como una niña egoísta y que le comprendía. Además la princesa empezó a tratar con amabilidad a Patricia. La reina sintió un gran alivio, y recibió a la princesa con la mayor de las simpatías. Dicen los que fueron testigos que nunca vieron a un hombre más alegre y emocionado que el rey viendo a las dos comportarse como las mejores amigas. 

En muestra de su deseo de tener la mejor relación posible con su madrastra, Blancanieves le regaló un espejo de mano. Pero no un espejo cualquiera: un espejo encantado. Si Patricia lo miraba y decía “espejito, espejito”, este mágico objeto le hablaría, y le diría su opinión sobre su apariencia: si estaba guapa, si la ropa o los complementos le sentaban bien, si había algo que era mejor cambiar… A la reina le pareció un extraño regalo, pero eran tantas sus ganas de estar bien con su hijastra que lo aceptó con mucho agradecimiento. 

Tras los primeros días con él, Patricia estaba muy contenta con su regalo. Siempre había sido muy dada a mirarse en el espejo, y con éste aún tenía más ganas: le decía lo guapa que era, lo bien que le sentaban todos los vestidos. No todo eran halagos: que si esa mañana se la veía cansada, que tal adorno era bonito, pero no le quedaba bien…Bueno, pensaba Patricia, está bien saberlo, es una suerte tener una opinión objetiva, saber la verdad y poder corregir. 

Se llevaba consigo el espejo a todas partes; en parte por saber que aspecto tenía justo en ese momento, cuando recibía una visita o llegaba el rey, y en parte porque cada vez le resultaba más difícil encontrar otro espejo en el palacio. 

Cuando ya había convertido el espejo en un objeto de uso muy frecuente, el tono de las opiniones dejó de ser tan amable: 

— Hay que ver ese pedazo de verruga como te afea la cara — Blancanieves siempre se preocupó por ella pero había creído a quienes le decían que le daba personalidad.

 — No se como puedes andar sin que choquen siempre entre sí esos tremendos tobillos —Patricia se extrañó porque el espejo pudiera verle los tobillos cuando ella sólo le estaba mostrando la cara. La respuesta que obtuvo, según anotó en su diario fue. — Reina mía, parece que el que te esté hablando no es suficiente para hacerte entender que soy mágico. 

En alguna ocasión el espejo le dijo que estaba bien pero que Blancanieves era más guapa que ella, lo que le parecía muy extraño, porque la princesa una belleza no era, y no es algo que pensara sólo ella.

Cuando estaba a punto de dejar de lado el espejo por ser maleducado, recibía un halago que resultaba mucho más placentero que cuando todo eran buenas críticas. Ese subir y bajar, la emoción y tensión que implicaba, la sensación de estar despierta y alerta, se convirtió en adictivo. 

Las opiniones favorables se hicieron más minoritarias y el desgaste de los nervios de Patricia ya era muy considerable. Ya no importaba lo que ella creyera mejor, había perdido la confianza en su gusto, junto a una gran parte de su autoestima. Sólo intentaba adivinar cual era el criterio del espejo.  A veces creía saberlo, tras dos opiniones anticipadas, y se alegraba mucho. Pero luego llegaba una ofensa sorprendente cuando esperaba un halago con las defensas bajadas. Y además las duras palabras procedían de un objeto en el que veía reflejado su propio rostro. El dolor llegaba profundo, y entonces se desesperaba. Dudaba de todo. 

Llegaron cartas anónimas a palacio en las que se amenazaba a Patricia. Se la acusaba de espía de los enemigos del reino, y afirmaban estar dispuestos y capacitados para ejecutarla. Patricia se asustó y su angustia aumentó. El rey no le dio mucha importancia hasta que su hija mostró su horror y preocupación. Insistió mucho en que Patricia debía estar protegida, que no debía salir de palacio bajo ningún concepto y que era mejor que tuviera contacto con el menor número de personas posibles. La princesa ofreció para defenderla a su guardia personal de sortos. 

Patricia, siguiendo las instrucciones de Blancanieves no vio ni a su familia ni a sus amigos. Pasaba prácticamente todo el día encerrada en su cuarto. Las únicas personas con las que hablaba eran el rey y Blancanieves. Estos decían palabras para calmarla y animarla. Pero a Patricia no le producían efecto. Se daba cuenta que no coincidía lo que decían con sus miradas, y pensó que eran amables por piedad, no por un afecto que entonces creía no merecer. Estaba al borde de romperse. Como desahogo, además de su diario, escribía cartas a su madre, la única a la que se atrevía a contar lo que le pasaba y lo que sentía. Preguntaba con desesperación cada día, si había llegado respuesta, y siempre le decían que no. 

Pero su madre, que no recibía ninguna de sus cartas, sí le estaba escribiendo. Y al no obtener comunicación de su hija, se convenció de que algo grave le pasaba. O era el rey o alguien de palacio: alguien estaba haciéndole algo malo a su niña. Habló con los seis hermanos varones de Patricia, y les convenció para a ir a buscarla. 

Uno de los seis hermanos consiguió entrar en el palacio junto con los panaderos reales, y pudo liberar a su hermana. Tuvo la suerte de que esa noche la guardia le tocaba al sorto, conocido como perezoso, que no estaba muy atento, por lo que pudo llevarse a su hermana sin combate. 

Blancanieves se enfadó muchísimo cuando se enteró de la desaparición de su madrastra. Les dio unos gritos tremendos a los sortos, utilizando palabras muy ofensivas, entre otras “putos enanos”. Fue más de lo que estos hombres, en percentil bajo de altura, podían soportar. El más enojado, el llamado gruñón, propuso una acción de venganza, o quizá de justicia, que todos apoyaron.

Al día siguiente los sortos ya no estaban en palacio. Encontraron a Blancanieves dormida, y no la pudieron despertar; respiraba, pero no había forma de provocarla reacción. Junto a ella, un espejo idéntico al que regaló a su madrastra, y una carta redactada por el sorto que mejor escribía, el apodado mudito. En ella le contaban con detalle todo lo que había ocurrido: después de la boda de su padre, Blancanieves habló con una de sus tías, hermana de su padre, que era bastante bruja. Juntas elaboraron un plan para enloquecer a Patricia. La princesa se mostraría arrepentida de sus palabras y amable con su madrastra. Cuando hubiese conseguido un poco de confianza le regalaría uno de los espejos, que la tía había conseguido en un mercadillo oriental, y se quedaría el otro. Ambos estaban mágicamente conectados, de tal modo, que cuando Patricia decía “espejito, espejito”, su hijastra veía iluminarse el otro espejo, y las palabras que la reina escuchaba, eran las que decía Blancanieves, aunque sonaban con una voz masculina y metálica. Así la princesa, fue manipulando con habilidad a su madrastra. Además, para que tuviera más efecto lo que el espejo le decía, decidieron aislarla, y para ello la tía cómplice escribió las amenazas contra Patricia, y Blancanieves consiguió tenerla encerrada con la excusa de protegerla. Destruían las cartas que la reina escribía y las que recibía de su familia. Las mujeres creían que sus planes eran secretos, pero no repararon en que siempre había algún sorto en la habitación, discreto y vigilante. La carta concluía diciendo que la princesa se había quedado dormido porque los sortos habían puesto, en la fruta que desayunaba todas las mañanas la princesa, trozos de manzana encantada de las Tierras Altas. Era lo que pensaban que se merecía por sus malas obras. Pero que el rey no se angustiara: despertaría cuando alguien que sintiera por ella amor verdadero, o una pasión incontrolable, la besara. 

El rey muy conmocionado, fue a buscar a su mujer a su residencia familiar, y la contó que ya se había enterado de todo, y le pidió perdón por no haberse dado cuenta, y no haber sabido comprenderla. También le comunicó apenado el estado de su hija, y Patricia le abrazó para consolarlo. 

Ya juntos en palacio hicieron venir a príncipes vecinos, jóvenes nobles, no tan jóvenes nobles, y caballeros con aceptable reputación. Por lo que sea, en ninguno de ellos nació sentimiento auténtico ni fuerza de atracción suficiente para vencer el encantamiento. 

Y así permaneció Blancanieves dormida, hasta que un mozo que servía en las cuadras de palacio, se coló en la habitación de la princesa de la que ya hacía tiempo que estaba enamorado. Su beso lleno de emoción y pasión adolescente además de despertarla hizo nacer en ella un amor por él de idéntica fuerza. Tan feliz se puso el rey y tan lleno estaba de gratitud que no le costó mucho aprobar la unión de ambos muchachos, que en esa época y lugar ya estaban en edad casadera. 

Todos los testimonios que he leído dudan de que Blancanieves y Patricia llegaran a sentir afecto la una por la otra. Pero tan a gusto estaban ambas con su parejas y su situación, que no tenían tiempo ni ganas para dedicarse a odios y revanchas. Así que se trataron con educación y cortesía, y fueron felices los cuatro.



sábado, 22 de enero de 2022

LA PRINCESA DEL GUISANTE


 

Hace muchos, muchos años, en un pequeño reino, nació una princesa a la que llamaron Blanca. Hija única de una reina y un rey que la habían deseado y esperado mucho. Fue una niña feliz que creció recibiendo mucho amor, poniendo gran interés en aprender todo lo que le necesitaría para reinar, incluido el respeto y la consideración por los demás, y repartiendo con generosidad su encanto.

El reino era próspero y los reyes eran queridos, o quizá mejor apreciados, por todos. O casi por todos: nadie recuerda porque, una bruja, malvada desde nuestro punto de vista, se enfadó con la reina, y decidió hacerle daño atacando lo que más le importaba: la felicidad de su hija. Le lanzó a Blanca una maldición:

“La belleza puede rodearte

Pero nunca es del todo pura

Haré que tu paraíso

Se convierta en tortura”

La maldición les asustó. Pero la bruja se fue, pasaron los días y nada cambió en apariencia. La reina y el rey se sintieron muy aliviados y organizaron, tranquilos y alegres, una gran fiesta para celebrar que su hija cumplía 14 años.

El cumpleaños llegó, y lo que debía ser un día feliz se convirtió en el inicio de los malos tiempos. Cuando la princesa se puso su precioso vestido, que ya se había probado varias veces y que le encantaba, se dio cuenta en seguida de que tenía un defecto de costura. Era mínimo, sólo perceptible por alguien con una vista fantástica, que fijara su mirada en ese punto concreto desde muy cerca. Sin embargo para Blanca era evidente y horroroso, y que el resto del vestido fuera una maravilla no servía de nada; ella pensaba que lo único que iba a llamar la atención era ese error. Aunque la convencieron para no quitarse el vestido, se sentía ridícula con él.  

Pero no fue eso lo único malo de la fiesta. Ninguna compañía le resultaba agradable: en todos, conocidos o recién presentados, descubría un defecto, que no era soportable para su vista, su oído, su olfato o su inteligencia. Todos observaron, como rechazó hasta a sus mejores amigas e incluso rehuyó el cariño de sus padres. La música que tanto le solía gustar, no fue consuelo; los ritmos lentos le aburrían, los rápidos le parecían estridentes y vulgares. A todos los demás les encanto, y los músicos se sintieron ofendidos al notar los gestos molestos de Blanca. Los reyes, que no entendían nada, se sintieron aliviados al ver entre la tarta. Era su preferida, no podía fallar. Estaba deliciosa, opinaron todos…menos la princesa.  En otras ocasiones hubiera deseado comérsela entera; esta vez se sintió decepcionada. No podía decir que su sabor fuera distinto al que recordaba pero ya no le gustaba. Blanca no habló con nadie, no bailó, no comió nada, se mostraba avergonzada de su vestido y fue la primera en dejar la fiesta, encerrándose en su habitación. Todos se quedaron muy sorprendidos, los que más sus padres. Ella que tanto acostumbraba a disfrutar. Que raro.

¿Qué tendrá la princesa? Lo atribuyeron a algún malestar pasajero, algo que pasaría con un poco de reposo y buena alimentación. Pero los días y las semanas siguientes fueron similares. Blanca se sentía a disgusto con todo y con todos. Y salvo por sus quejas y su desagrado continuo, la princesa parecía sana. Por si acaso, los mejores médicos la examinaron, y ninguno encontró ningún mal que fuera conocido.

Fue la reina la que primero atribuyó el cambio de la princesa a la maldición, convenciendo después a su esposo. Entonces dejaron de lado la ciencia, y recurrieron a la magia. Reclamaron los servicios de todos los que en el reino presumían de tener poderes extraordinarios, y les pagaron bien, con la pequeña esperanza de que alguno de ello no fuera ni estafador ni loco y pudiera servir de ayuda. Nada cambió.  

La gran mayoría de la gente del reino no creyó que la causa del comportamiento de la princesa fuera la maldición de la bruja. “Lo que pasa que es que un malcriada” decían, “le dan todo lo mejor y de todo se queja, ¡menuda niñata!”. Sus muestras de desagrado se hicieron legendarias, y como ocurre siempre que los que casi todo ignoran de la realidad quieren presumir de su conocimiento, se inventaron muchas historias. Una de ellas contaba que la princesa exigía dormir sobre los veinte colchones, y que una mañana se levantó gritando a sus sirvientas, acusándolas de haber puesto, debajo de todos ellos, un guisante que le había impedido dormir; guisante que nadie encontró.

Lo único cierto de esa historia es que la princesa durmió mal durante muchos años. Ella era quien más lamentaba el no poder disfrutar de todo lo que estaba a su alcance. Trataba de pensar “esto es magnífico, debe gustarte, ¡aprovéchalo!”. Pero su voluntad no era suficiente, no podía controlar sus reacciones. A las continuas causas de malestar que encontraba en todo lo que le rodeaba se añadía la tristeza, la frustración, el peso del fracaso, por no poder volver a ser como era, de no poder disfrutar y alegrar como antes, la angustia de no poder dominarse, de no ser libre, y el dolor por el daño que le causaba a los que la querían, sobre todo a sus padres.

El sufrimiento de la princesa duró años, y durante ellos siguieron creándose historias. Hasta que la gente dejó de hablar de la princesa, porque tenía graves problemas de los que preocuparse. Llegaron malos tiempos, enfermedad, malas cosechas. Hambre y dolor por todo el reino. Todo, sin distinción. Los reyes también fueron víctimas de la epidemia y murieron.

La princesa, a los 20 años, se convirtió en reina. Fue entonces todos volvieron a hablar de ella pero de una manera muy diferente. Lo que ahora sorprendía a los que la veían es que a pesar de todos las desgracias, de las más cercanas a ella y de todas las que a diario le contaban sus consejeros, la reina no se había hundido. Claro que le provocaban tristeza las terribles noticia que recibía, y en algún momento se mostraba abatida. Pero en general, parecía la más capaz de mantener la serenidad, e incluso en ocasiones trataba de animar a otros con una sonrisa, una palabra de aliento o un gesto amistoso. Desaparecidos sus lujos, sacaba el mayor partido de lo que poco de lo que podía disfrutar: la leche fresca que tomaba por la mañana, el trabajo que consideraba provechoso, o el breve descanso, al sol del atardecer. Y se mostraba muy agradecida con todos, sobre todo con aquellos que a pesar de todo la seguían tratando con cariño, pero también de los que la servían, la aconsejaban, le ayudaban con su labor. Pero lo que más sorprendía a todos es que era la única que encontraba motivos para la esperanza. Sí, había otros que podían imaginar un futuro mejor, pero sólo era una fantasía que consolaba; Blanca tenía un proyecto, y era capaz de convencer a quien lo escuchaba de que era posible.

Muchos en el reino al conocer esa nueva actitud pensaron que era una muestra aún mayor de su locura. “Cuando tanto tenía no era feliz, y ahora que todo va mal está contenta e ilusionada, ¡menuda chiflada!”. Pero otros muchos, a los que el dolor les hacía comprender mejor los males ajenos, tenían explicaciones más amables. Algunos pensaban que tal vez era verdad lo del conjuro y ya habían terminado los efectos; también había quien imaginaba que lo que la bruja había provocado era que la naturaleza de la reina se fijara en detalles mínimos opuesto a todo el resto: donde antes percibía el mal invisible para los demás, ahora veía el bien que para nadie existía.

La reina escribió un edicto, e hizo que se distribuyera en todo su reino. En él, sin ocultar ninguno de los problemas que existían, hizo ver a su gente las posibilidades que estaban al alcance. Les ofreció un camino; sería duro y largo, pero los llevaría a un lugar mejor. Les abrió la opción de tener control sobre su destino, o al menos de influir en él. Les hizo pensar que podían ser sus propios salvadores; ellos mismos podrían convertirse en los héroes que necesitaban.

Ya fuera porque hubieran hallado una razón para comprenderla, o porque consiguió nacer en ellos la esperanza y la ilusión, la mayoría de los habitantes del reino creyeron a su soberana, y confiaron, y apoyaron, con duro trabajo, las soluciones que ofreció. Hicieron bien. Se convirtió en una buena reina, capaz de apreciar los matices más sutiles de cada situación y por ello tomar buenas decisiones, obteniendo el mayor provecho posible en cualquier circunstancia. Era muy detallista con su trabajo, lo que reducía al mínimos sus errores. Hábil para averiguar que movía a los demás y cuáles eran sus temores, fue una brillante negociadora, capaz de convertir en aliados a históricos enemigos. Y el reino, con ella al mando, recuperó la riqueza perdida, y alcanzó una fortaleza que le hizo mantenerse próspero durante muchos, muchos años, aunque las circunstancias fueran difíciles.

La princesa del guisante: así fue llamada Blanca toda su vida, también siendo reina, y así ha pasado a la historia. Nació como burla a las manías de una niña caprichosa, pero fue después, y todavía sigue siendo, resumen de una sensibilidad de la que todos se beneficiaron.