domingo, 11 de octubre de 2015

Mi mano izquierda



                                                           
                (Cuento inspirado en las canciones de “Shine and Burn” del grupo MLH)

Sara ya duerme en su camita, con una de mis camisetas como pijama. ¡Como vino corriendo a darme un abrazo! “Mi mami ha corrido un maratón”- decía hoy a cualquiera que nos encontráramos. Aunque ella aún no entiende bien el esfuerzo que supone lo que he hecho, su abuela, mi madre, convirtió para Sara la carrera en un cuento en la que yo era la heroína.
Su abuela, mi madre, ella con los ojos llorosos, ella que siempre confío en mí, quizá la única, y que sabe lo que esto suponía para mí, sabe que ahora sí, vuelvo a ser quien espera. La única que me ha ayudado a crecer, a descubrirme. No lo hicieron el padre que nunca escuchó, ni el marido al que no podía amar, ni el hombre que me sacó del vacío para llevarme al infierno.
Desde pequeña se empeñaron en cambiarme. Mi primera profesora, en mi oscuro y devoto pueblo del sur, me obligó a aprender a escribir con la derecha aunque yo era zurda, porque utilizar la izquierda era algo malo, sucio; la mano izquierda era la mano del diablo.
También tenía que dibujar con la derecha, pero ni siquiera los dibujos que hacía con esa mano    les gustaban, les parecían muy extraños, problemáticos. Eva era, sin duda, una niña a la que había que vigilar.
Eran continuas las regañinas en el colegio, porque como estudiante era mala. No soy tonta, estoy segura de eso, y hubiera sido una buena alumna si alguien me hubiera explicado alguna materia sin mostrarla como terriblemente aburrida, como un deber. Uno de tantos que tenía la vida, este valle de lágrimas.
Sólo en deporte destacaba. Se me daba bien, sobre todo correr. Simplemente correr. Pero siendo aún niña, quisieron que fuera atleta, que compitiera y ganara, sufriendo y peleando. Yo sólo quería jugar, divertirme, y tener la sensación de que escapaba de todo. Así que las pequeñas ilusiones que había despertado en mi padre y en mi entrenador quedaron muy pronto defraudadas. Y se acabó para mí la diversión.
Entonces aún empezaron a mirarme peor. No sólo con preocupación y con reparo, sino con auténtico enfado: se trata mucho peor a una decepción que a un problema. Era tan general y tan intenso su menosprecio, que yo misma creía que en mí había algo realmente malo. Sólo mi madre me seguía tratando con cariño y confianza, pero eso no fue suficiente.
Siendo tan mala estudiante era imposible que ninguna universidad me admitiera. Eso acabó con mis posibilidades de salir de aquel lugar. Ya que no podía vivir el futuro que yo había deseado debía resignarme a aceptar el futuro que los demás me tenían asignado. Sería quien quería que fuera. Ya no esperaban mucho.
Trabajé como cajera, uno de los pocos empleos para el que me consideraban válida.
Me casé. Debía sentirme muy afortunada, al parecer, de tener un pretendiente como aquel. No puedo decir que fuera un mal hombre. Yo no lo amaba, nunca lo amé, pero me casé.
Tan solo me negué a una cosa. No sería madre. No traería a nadie a una vida como la que yo iba a vivir.  Se lo comuniqué a mi futuro marido. Aceptó, aunque estoy seguro de que pensaba que aquello sería una locura pasajera.
Fui una mala esposa, debo reconocerlo. Fría, hasta poder parecer cruel, pero no tenía ninguna malvada intención. Sólo aburrimiento, hastío. Ni siquiera tristeza. Podía ser suya, pero mi corazón no formaba parte del contrato. No podía incluirlo. Estaba anulada, marchita. Me parece normal que mi marido prefiriese la compañía de extraños en cualquier bar a estar en casa conmigo.
Pasaron años así. Hasta que llegó él, ese guitarrista de blues. El me ofreció luz, me ofreció calor y una posibilidad de huir.
Cuando me fui, me convertí en la desgracia del pueblo. Yo era la mala, la pecadora. Hubo muchos que dijeron que era de esperar, siempre había sido extraña, tenía algo perverso.
Sé que mi padre no volvió a la Iglesia por vergüenza. Sé que mi madre siguió yendo, arreglada, con su mejor vestido, sonriendo, y que sólo cambiaba el gesto cuando alguien le hablaba mal de su hija.
El calor puede romper el hielo, y conmigo lo hizo. Pero el calor puede quemar también y me quemó. No es bueno unirse a alguien a quien no le importa nada destruirse. Y tampoco es bueno unirse demasiado a alguien que no quiere ninguna carga. Yo creía necesitarme, no podía separarme. Él me rechazaba, me insultaba, me humillaba de palabra y obra, pero yo le seguía. Le seguí cientos de millas. Le seguí años. Al menos con él sentía, aunque nada de lo sentía era bueno. Pensaba que no merecía nada mejor, que tenía suerte de que mi dios elegido me dedicara su atención, aunque fuera para castigarme.
Así malviví hasta que Sara anunció su llegada. Mi más afortunado error. Lo que Eva mujer estaba dispuesto a seguir soportando, Eva madre no lo estaba.
No sabía dónde ir, y pensé en mi madre, pero sabía que no podía volver a mi pueblo. Así que fui a un lugar cercano, donde era mal mirada como madre soltera, pero nadie conocía mi historia. Mi madre venía a vernos con frecuencia. Fue nuestra salvadora.
Mi padre no quiso ver nunca a su nieta. Creo que él no estar con nosotras le hice mucho daño. Mi padre fue quien como creyó que debía ser, pero dudo mucho que fuera como quiso ser. Cuando mi padre fue reclamado por su dios inclemente, mi madre se vino con nosotras.
Ella quería ayudarnos, pero no cuidar de dos niñas. “Deja de lamentarte Eva, renuncia a ser una víctima, una perdedora, y dedícate a luchar, a mejorar”. Pero yo no me sentía suficiente  fuerte, no era capaz.
Mi madre me aconsejo que volviera a hacer aquello que más me había visto disfrutar: correr, pintar.
Y me compré unas zapatillas y empecé a correr. Al principio mi madre se ocupó de que no lo dejara; pronto lo que me pedía era que descansara más.
Fue muy bueno sentir que el esfuerzo tenía recompensa. Que a pesar del dolor podía seguir. Que mis pasos dependían de mí. Me sentía libre, me sentía poderosa. Me empecé a reconocer, me empecé a valorar. Me sentía mejor madre. Me sentía mejor hija. Me sentía mejor.
Quise probarme, plantearme un reto, y me apunté a un maratón. La preparación me demostró que podía ser una disciplinada y perseverante luchadora. Y esa misma disciplina y constancia la trasladé a la pintura.
Hoy alcancé la meta del maratón, y mi hija corrió hacía mí. Y mi madre lloró de alegría. Las tres habitantes de esta casa orgullosas y felices al fin.
Ellas ya duermen. Aprovecho el silencio y la tranquilidad para tomarme un cacao caliente y pintar. Mis cuadros les parecen extraños a muchos, pero a otros les gustan y hasta están dispuestos a comprarlos a buen precio. Pinto sin pensar en agradar, aunque me encante que gusten y me venga muy bien el dinero.  Lo que de verdad intento, es que en los cuadros esté Eva, esté mi historia. Y eso lo consigo mejor cuando pinto con mi maltratada y querida mano izquierda.