lunes, 3 de octubre de 2016

PATRICIA

Hubo un largo e incómodo silencio. Todos me miraban; angustiosa expectación. En segundos, habían cambiado radicalmente de expresión. Las sonrisas o incluso risas, provocadas por la anticipación de mis palabras, se transformaron en gestos sorprendidos y tensos. No podían entenderlo. ¿Por qué no decía mi frase? La conocida y esperada, la que ya había aparecido tantas veces en las reuniones familiares. La que surgió por casualidad la primera vez, y que en otras ocasiones había sido recordada y solicitada. Mi marido me había dado la entrada…¿Por qué me había quedado callada?
Yo me sabía perfectamente el guión, por supuesto. Pero en ese instante me di cuenta de que no podía continuar con mi papel. La frase se quedó esperando en mi boca, pero no la dejé salir. Estuvo tanto tiempo allí que sentí que me estaba ahogando, tuve que levantarme e ir al baño.  
En él estoy ahora encerrada, tratando de tranquilizarme sin ningún éxito. Pensando cómo salir de esta situación. El problema es serio. No es sólo que no quiera decir frase. No es una cuestión de enfado con mi público, ni siquiera con parte de él. No es que prefiera ser considerada antipática a continuar siendo la protagonista de una tradición a la que ya no encuentro ninguna gracia. No. No es algo temporal, ni parcial. Es mucho más grave. No soy capaz de seguir siendo la que se espera que sea, la que ya no siento ser. Y lo que es aún peor: no tengo ni idea de quién soy en realidad.   
No sé cuánto tiempo pasé allí. Fue lo suficiente para que se preocuparan y me vinieran a buscar. Vino mi madre, y mi padre arrastrado por ella. No mi marido, ni mis hijos. Traté de tranquilizarme y salí. Vi a mi madre mirándome asustada. “Patricia estás muy pálida” “No es nada me he mareado un poco”. Mi padre, trató de rebajar tensión. “Uy, uy, uy, ¿no nos irás a dar una sorpresa, no?” No, no esa sorpresa en la que piensas. Afortunadamente. Con 44 años y tres hijos ya, la más pequeña de 14, no siento deseos de volver a ser madre de nuevo. En cuanto a otra sorpresa…no, no me sentí capaz de decir de verdad. De contar lo que había sentido. Una vez más callé. Cuando volví a la mesa, mi marido me miró sorprendido. Mis hijos parecían indiferentes; quizá tenían una leve mueca de disgusto, no estoy segura.
No hablé mucho más esa noche. No era capaz de explicar de lo que me estaba ocurriendo, y no había espacio en mi cabeza para ningún otro pensamiento. Aunque hubiera tenido el valor, aunque hubiera tenido la confianza de contárselo a alguien, no creo que hubiera podido comprenderme. Ni siquiera era capaz de contármelo con claridad a mí misma. Mi mente había sufrido una explosión, ahora sólo había un doloroso caos. Lo que sí sabía eran las ideas detonantes: A Patricia no se la ve. A Patricia no se la conoce. Patricia se oculta. Se oculta tanto, que ni yo sé bien quien es Patricia.
Toda la noche pensando. ¿Qué era lo que ellos veían? Un personaje. Un personaje que devuelve lo que los demás esperan de mí. Un personaje que nace desde fuera y no desde dentro. Que conseguía sonrisas, que evitaba conflictos. Que no provocaba sorpresas, y era siempre bien recibido por esperado. Un personaje que contiene y tapa los impulsos espontáneos, las ideas de éxito no garantizado. Que fue útil para afrontar el miedo al rechazo, y para satisfacer el deseo de agradar. Un personaje que se ha apoderado de mí.
Pero después de tanto tiempo oculta y reemplazada ¿Cómo saber quién era la auténtica Patricia? ¿Cómo recuperarla? Quizá la memoria pueda ser la solución. Buscándola en algún momentos de mi niñez. En algún momento concreto, no todos sirven, porque ya entonces la infantil Patricia estaba muy retenida por su timidez y su deseo de gustar, sobre todo a sus padres. Recuerdo que disfrutaba mucho tocando la guitarra. A veces me resultaban pesados los ensayos, pero cuando conseguía tocar la pieza con soltura era feliz. Sentía que era buena y pensaba que me gustaría hacerlo siempre. Mi maestra me dijo que tenía mucho talento y me animó a participar en un concierto junto a sus mejores alumnos. Al principio sentí mucha ilusión, pero después tuve miedo. Miedo a fallar, al fracaso, a que se rieran de mí. Quedaba una semana para el día del concierto, y estaba muy nerviosa. Mi madre vio que apenas comía, que dormía muy mal, y la dijo: “Patricia hija, no tienes que ir si no quieres. No tienes que sufrir por esto”. Dudé, a veces imaginaba aplauso y cariño, a veces pitidos y burla. Al final el miedo fue más fuerte. No toqué en ese concierto ni en ningún otro. Desde ese momento no ensayé con las mismas ganas, porque sabía que no iba a ser capaz de tocar delante de un público. Decidí yo, pero era una niña, si me hubieran animado, o al menos, si me hubieran obligado…
Pero seguí tocando para mí, y alguna vez para gente muy especial. De adolescente no sólo tocaba, también cantaba para un chico que me gustaba. Le cantaba tontas canciones de amor.  Tontas, pero a que esa edad cantaba con frescura, con pureza, como si fueran verdades eternas, las únicas que importaban. Eran momentos mágicos. Volcaba todo mi tierno corazón, expresaba todo lo que sentía y lo que deseaba sentir. A él le encantaba escucharme cantar. Me decía “Patricia, cantando te cambia la voz. Y también la cara. En serio pareces distinta, más segura, más brillante…” No echo de menos a ese chico. No tardé mucho en descubrir que no era como le soñaba. A la que si echo de menos es aquella Patricia inocente.
A mi marido nunca le emocionó mucho escucharme tocar, y poco actué para él. Sí tuve éxito tocando y cantando para mis niños, pero sólo cuando fueron muy pequeños. Nunca les he expresado mejor mi cariño y nunca me he sentido más unido a ellos. Elena, la mayor, fue a la que más tiempo pudo conservar, y sólo hasta a las 8 años. Me dolió mucho cuando ella perdió interés por mis improvisadas canciones. Y aunque debía estar ya preparada, no me dolió menos cuando ocurrió con mis otros dos hijos.
Ahora soy mí único público. Algunas veces, sola en casa, cuando me siento animada o cuando necesitaba un consuelo a mi tristeza, compongo, ensayo, interpreto. Actuando sólo para mí, no busco agradar a nadie, solo expresar aquello que llevo dentro y disfrutar. Canto canciones de otros que hago propias. Y canto mis propias canciones. Seguramente son tontas y malas, pero son mías, verdaderamente mías. Estoy presente en letra y música. Las siento, me emociono al cantarlas. Sí, ahí está Patricia, esa soy yo.

Acabó la noche insomne. Llegó la mañana y todos se fueron. Fui rápidamente a por mi guitarra…pero no eso no bastaba. Ponerme a tocar sola era una huida pero no una solución. No lo pensé mucho, para evitar que el miedo tuviera tiempo de controlar la situación. Me vestí, cogí lo que necesitaba y me fui al metro.
Sentí que todo el mundo me miraba, puede ser que fuera por lo cargada que iba, o por mis ojos de no haber dormido. Bajé la vista. No devolví las miradas; me hubiera sentido aún más nerviosa. Me bajé en Pacifico. Me dirigí hacia la línea 6, pero no llegué a ninguno de los dos andenes. En el pasillo que comunica ambos me detuve. Intenté no mirar a nadie y centrarme en cada acto sencillo, sin pensar en el significado de la secuencia completa.  

Abrí mí silla plegable. Saqué mi guitarra de su funda. Puse la funda delante de mí. Me senté. Traté de colocarme en la postura más cómoda posible. Respiré profundo, y, aun temblando, empecé a tocar. La primera moneda tardó en llegar. Luego vino otra. Alguien se detuvo a escucharme. Y entonces, empecé a cantar.