miércoles, 31 de mayo de 2017

Marcos el violinista



Marcos era un joven violinista de mucho talento. Marcos amaba la música. Solo había algo que le gustaba más que interpretar música: componer música. Era uno de los miembros de la orquesta de una agradable ciudad. Una orquesta era muy apreciada por todos los habitantes que tocaba sobre todo música alegre, que el público disfrutaba mucho y en ocasiones hasta bailaba.  
Una tarde, volviendo de un ensayo, Marcos vio acercarse una nube muy grande y muy negra. Tan oscura que nada de luz la atravesaba, y provocaba por allí donde pasaba una noche temprana. Cuando la nube estaba encima de Marcos, empezó a caer de ella una lluvia muy fuerte y muy fría. Marcos corrió hacia casa, pero no pudo evitar llegar empapado. Aunque se cambió rápidamente de ropa, se quedó destemplado y se sintió débil. Decidió tomar algo caliente y acostarse.
Al día siguiente, tuvo una muy mala sensación nada más despertarse. Comprobó si tenía fiebre. No. Tampoco parecía que estuviera resfriado. Sin embargo, estaba muy desanimado, sólo le apetecía quedarse en la cama. Pensó faltar al ensayo, cuando hasta ese día siempre llegaba mucho antes de la hora, con muchas ganas de empezar. Finalmente decidió ir, pero fue sobre todo por no fallar a sus compañeros.
Todos le notaron extraño ese día antes de iniciar el ensayo. Tenía muy mala cara, lo que era extraño en él. Lo normal era que contagiara ilusión a los demás. Le preguntaron pero Marcos no sabía explicarlo, y tampoco mostraba muchas ganas de hablar, así que no insistieron.
Empezó el ensayo y desde el principio fue mal. Marcos no era capaz de tocar en el mismo tono que sus compañeros. Algo que debería ser muy fácil para él, le resultaba imposible. El director paró el ensayo. No le dio mucha importancia; habría tenido un mal momento, pero Marcos era en quien más confiaba. Se reanudó el ensayó. Nada mejoró. Marcos no era capaz de armonizar con sus compañeros. Mientras que el resto de la orquesta sonaba dulce y alegre, las notas de Marcos eran lamentos amargos y graves. Cuanto más se esforzaba, peor era el resultado. El director paró y reanudó. Paró y reanudó. Cada vez era peor. Marcos estaba frustrado, angustiado, desesperado. Entre todos decidieron que lo mejor era que se fuera a casa. Tenía un mal día; a cualquiera le podía pasar.
Al día siguiente volvió al ensayo y ocurrió lo mismo.
Marcos dejó de ir a los ensayos. Se quedaba en casa todo el día, muy triste. Lo único que le apetecía era interpretar la música que componía. Pero tocar no aliviaba su tristeza; más bien la reforzaba, porque la música que componía era muy, muy triste.
Algunos compañeros fueron a visitarle y trataron de tocar algo juntos, para ver si Marcos cogía el tono, se animaba y podía volver a los ensayos. Pero Marcos era incapaz. Lo único que podía interpretar bien era la música que estaba componiendo pero no quería que sus amigos la escucharan porque le parecía demasiado triste, seguro que no les gustaría. Y cuando se marchaban se sentía muy solo y aún más triste.
Una tarde, cuando sus amigos estaban muy cerca de su casa, oyeron desde la calle la música que Marcos interpretaba. Y sí, pensaron que era muy triste, pero también que era muy hermosa. En cuanto les abrió la puerta, le dijeron que esa música era muy bella, que toda la ciudad debía escucharla. Marcos no quería. No, no, sería un fracaso. La gente protestaría, se iría. Sus amigos estuvieron mucho tiempo tratando de convencerle. Y al final Marcos cedió. Seguía sin estar nada convencido, pero echaba tanto de menos la sala de conciertos, ser escuchado con atención por mucha gente.
En el siguiente concierto de la orquesta, después de una primera pieza que tuvo mucho éxito, el director anunció que Marcos iba a interpretar una composición que el mismo había creado. Marcos estaba muy nervioso, sus amigos y el resto de sus compañeros también lo estaban, pues aunque la música les parecía muy bonita, no sabían cómo la recibiría el público.
Marcos se secó las manos y empezó a tocar su música. Lo hizo con gran precisión y un enorme sentimiento. Era el mismo lo que estaba interpretando, estaba expresando todas las emociones que había experimentado durante ese oscuro tiempo. Después de unos minutos, se oyeron algunas leves quejas, la gente no estaba acostumbrada a una música así. Pero fueron acalladas por otras personas, que tenían mucho interés en seguir escuchando. No era lo que esperaban, pero les gustaba. Tenía algo muy auténtico que conectaba con todos aquellos que ponían atención. A todos les hacía recordar algunos momentos de sus vidas. Marcos miraba de vez en cuando al público y les veía muy atentos, y se dio cuenta que había algunas personas estaban llorando. El mismo terminó su obra con muchas lágrimas en los ojos.
Hubo muchos aplausos, sus compañeros acudieron rápidamente a felicitarle. Al finalizar los aplausos, una mujer joven, con voz débil dijo: “Ha sido precioso…¿podrías interpretar ahora una pieza más alegre?” “¡Sí! ¡Sí! ¡Eso!” Se escuchó por toda la sala.
Marcos se sintió angustiado. No creía que pudiera. Pero tampoco se podía ir sin más. La gente se lo pedía. Quería agradecerles que le hubieran escuchado, que hubiera podido compartir con ellos su música. “Nosotros te ayudaremos lo que podamos” Le dijeron sus compañeros.
Marcos pensó, recordó una composición suya de hace ya bastante tiempo, sencilla, pero que a él le gustaba mucho y le alegraba. Respiró profundamente, se concentró y empleó toda su energía para empezar a tocar. Le resultó muy difícil, tenía que esforzarse mucho, y algunas notas no sonaban como él quería. Pero otras sí, y ver que, aunque con mucha dificultad, conseguía tocar algo más alegre, le animó. Su propia música le fue ayudando a sentirse mejor. A la gente parecía gustarle. Sus compañeros intentaban acompañarle, improvisando. A veces había algún error, pero al público no le importaba. Apreciaban la intención de los músicos y hasta los fallos les resultaban simpáticos. La melodía les gustaba, y empezaron a verse sonrisas en la sala. Marcos había ganado confianza y seguridad, y el ritmo aumentó. Dos niños empezaron a bailar, justo delante de la orquesta. Tanta energía le pusieron que sus cabezas chocaron. Todos rieron. También los músicos. También Marcos. Se sentía una ambiente muy agradable.
Al finalizar, Marcos recibió muchos aplausos. Muchos abrazos. Fue un éxito. Pero lo mejor es que esa tarde aprendió a tocar lo que sentía y a sentir lo que tocaba.

domingo, 7 de mayo de 2017

El sabor de los recuerdos

Alicia sonreía mientras removía la mezcla de yemas, chocolate y natilla. Olía muy bien. Sonreía imaginando la carita de Ana, su niña, sonriente y con los morritos manchados de chocolate. Esperaba que le gustara tanto como las otras veces. Habían sido pocas. ¿Era esta la tercera o la cuarta? Y Ana tenía ya nueve años, casi diez… Debía ser así. Podía hacer otras para cumpleaños y demás celebraciones. Pero ésta no. La tarta de chocolate y galletas que hacía su madre, con la receta de la abuela, debía aparecer cada mucho tiempo, inesperada, llegando por sorpresa cuando parecía que no iba a volver. Así conseguía un efecto muy intenso. Al menos una vez más lo volvería a lograr. Ana se está estaba haciendo mayor y pronto incluso esa tarta dejaría de ser mágica. Para Alicia, por desgracia, ya no lo era.
Le seguía gustando mucho claro, le traía muchos recuerdos, pero no era capaz de transportarla plenamente a su niñez, de hacerla sentir lo que sentía la pequeña Alicia. Se suponía que debía ser así, ¿no? Ella había leído a Proust. Si una magdalena podía un pastel debía conseguirlo con mucha más facilidad. Pero quizá Proust mintió. Quizá lo de la magdalena fue un recurso literario, para hacer un flashback muy lucido y detallado. O al menos exageró la capacidad de evocación. Proust tal vez se defendería diciendo que Alicia no era una gran cocinera, lo que era cierto, y que al no conseguir el mismo sabor no se producía la evocación perfecta. Falso respondería Alicia; vale que la cocina no era lo suyo, pero ese pastel lo clavaba, estaba segura.
Su memoria conservaba frescos momentos de su infancia. El colegio, sus primeras amigas, el primer cumpleaños al que le invitaron…Pero los recuerdos del hogar, los recuerdos de familia, aquellos que el pastel debería despertar, no podía recuperarlos. Tampoco podía revivirlos con otros evocadores como música o películas. Sí recordaba. Pero como espectadora de una película. No volvía a ser niña, no disfrutaba de las sensaciones, no había emoción en el recuerdo. Su memoria presentaba frío algo que debía ser cálido, e insípido algunos de los instantes más sabrosos de su vida. Recordaba que habían sido sabrosos, lo sabía sin duda, pero ahora no podía apreciar nada de ese sabor.
¿Por qué? Alicia puso la tarta en el horno, y en la espera recorrió los recuerdos de familia desde esa niñez hasta ahora. Los que aparecían antes, los que estaban en la superficie de la memoria, eran en su mayoría poco agradables.
Su madre, siempre tan pendiente de ella, orgullosa cuando su hija lograba con éxito las metas que para ella eran importantes, la escuela, el violín…pero que no confiaba en el criterio de Alicia o parecía no hacerlo, dando tantos consejos, siempre con el “ten cuidado”, “¿estás segura?” Su madre que ahora le demandaba tanta atención y la reprochaba, más o menos sutilmente, que la visitara tampoco. Era verdad que la visitaba poco. Y eso que a Ana si le gustaba ir al norte y ver a su abuela. Pero Alicia, no se sentía bien en su tierra, en su hogar.
Su hermano, con el que tan poco hablaba ahora. El que era un gran compañero de juegos de niño, pero que de adulto era tan diferente a ella. Con él que tantos enfados tuvo, por tonterías, o quizá no era por esas tonterías, sino por algo tan importante como no sentirse querida. Con el que se reconcilió muchas veces, pero nunca del todo. La paz cada vez se alcanzaba con más dificultad. Al final distancia, frialdad, temor a encontrarse por la posibilidad de un nuevo enfrentamiento, y la rabia por haberle perdido. Le echaba de menos.
Su padre que trataba de protegerla, sin saber muy bien cómo y seguramente demasiado. Alicia nunca creyó que la comprendiera. No dudaba de que la quería, pese a lo poco que lo expresaba. No daba muchos besos, no decía muchas palabras de cariño. En general, no decía mucho. Hablaban poco se comunicaban menos. Y cuando hablaron, siendo Alicia ya adulta, no fue bien. Esas reuniones de familia que acababan en grandes disgustos. Las broncas con ella, con el que fue su novio, y luego su marido, ahora su ex. Le dio un disgustó cuando se casó, y le dio otro cuando se divorció, dos años después de que naciera Ana. Después su enfermedad, la que se lo llevó. Ni aun así se acercaron. Alicia solo pudo expresarle un cariño frío. Solo a solas ha salido su dolor.  
Suena el horno. Alicia se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Trató de serenarse tenía que ir a buscar a Ana.

Madre e hija llegan a casa. Ana, al ver el pastel, se alegra tanto como esperaba Alicia. ¡Cómo disfruta comiéndolo! Alicia prueba un poco del pastel…y esta vez sí ocurre, está vez vuelve a su infancia...

Es una tarde fría, y eso hacía más agradable el calor de casa. Cerca del horno, la taza de cacao quema ¡Se está tan bien! Y tengo una sensación de magia, de ilusión: ¡Mamá ha hecho pastel!
Mi hermano está comiendo a lo bruto, haciendo el payaso. Qué tonto es y cuanto me rio con él. Mamá nos regaña: dice que comamos con cuidado, como las personas. Pero se la ve feliz de que nos guste tanto. Coge un pedacito pequeño; solo lo quiere probar.
La puerta de casa se abre. Papá llega a casa. Ya estamos todos, la familia al completo. No puede ser más perfecto. Papá, con su voz ronca, pregunta si no le vamos a dejar nada. Yo que estoy ya repitiendo, le doy lo que me queda de mi segunda porción. Él lo come, pone cara de que le gusta mucho y utiliza una vez más aquella frase suya de si tú madre pusiera un restaurante…
Unas horas después estamos todos en el salón viendo una película. Mi hermano pide algo de cena, dice que tiene hambre. Estoy  segura de que no, que es parte de su espectáculo. Papá dice que ese niño les va a arruinar. Mamá le hace un sándwich. Pido otro, no quiere ser menos. El mío de jamón y queso. Solo consigo comer la mitad, haciendo un esfuerzo. Es ya tarde, mi padre dice que nos acostemos. Me quejo un poco porque estoy muy a gusto, pero también es verdad que estoy muy cansada. Me voy a la cama y me duermo enseguida.

Calidez, dulzura. Sabor de algo que llenaba. Lo disfrutó con despreocupación, sin ningún temor a perderlo: la forma más pura de disfrute, pero que no valora lo que está viviendo.

 “Hola mamá. ¿Qué tal estás?...Ana está bien, sí, aquí comiendo pastel, el pastel que tú me enseñaste a hacer cuando era niña, ¿recuerdas?…mamá pronto iremos por allí…a casa”.