Vendo los mejores pastelitos del mundo. Eso dicen todos los
que los compran, encantados, agradecidos. Habrá a quienes esa frase les parezca
una exageración, hablar por hablar. Quienes argumenten que la mayoría de mis
clientes no conocen más mundo que su ciudad, que no tienen apenas con que
comparar. Pero yo conozco muchas, muchas ciudades, y puedo asegurar que en
todas piensan lo mismo. Es más, creo que hablo con buen juicio y no dominado
por la vanidad, si digo que nunca en la historia de la humanidad, desde sus
inicios hasta este año 1723, se han podido comer mejores pasteles que los que
yo preparo.
Inglaterra, Francia, Italia o España…no importa el país, es
siempre la misma historia. Creo una pequeña pastelería, en un local humilde,
discreto. No pago mucho para conseguir una buena situación; mis clientes
vendrás a buscarme allí donde esté. Que sea amplio eso sí, para poder trabajar
con comodidad y tener mucho producto
disponible. No necesito un gran letrero, y no estoy dispuesto a dar voces para
atraer clientes. Dejo que el sabor haga su labor. Basta que alguien, algún
curioso de la zona, entré a comprar algo, atraído por el olor. Es lo único que
no varía algo en todo la historia, lo único que es fruto del azar y que me
provoca curiosidad: ¿Cómo será ese cliente número 1? ¿Cómo se llamará? Lo demás
es un proceso inevitable. No sólo vuelve con seguridad, también siente el
incontenible impulso de contar lo que ha sentido. Y en poco tiempo, mi tienda
ya es un gran éxito.
Mis precios no son altos. Pero aun así hay muchos que no
pueden permitirse comprar mis pasteles y yo quiero que tengan oportunidad de
disfrutarlos. Cuando cierro la tienda, voy con un carro a venderlos por un
precio mínimo a las zonas más pobres.
Los vendo, porque la mayoría de la gente se siente mejor si los compra que si
se los regalo. A los niños sí que se los doy gratis. Su reacción es casi la
misma es cualquier lugar, pero nunca me canso de verla. Al principio devoran.
Por supuesto les gusta mucho, pero la velocidad que provoca el hambre no les
deja apreciar todo el sabor. Pero cuando ya la han calmado un poco, comen mucho
más lentamente. Entonces valoran el sabor de lo que están disfrutando. Ellos no
han probado nunca nada parecido, e intuyen que tampoco los nobles ni los
príncipes están acostumbrados a algo igual. No es sólo la muy agradable
sensación, es lo importantes que se sienten. Sé que eso momento no cambiará sus
vidas, que cuando la acaben, seguirá su miseria, su hambre su sufrimiento. Pero
tendrán algo bello que recordar, y una sensación agradable que no sólo se limita
a lo sensitivo. Hay algo más profundo, hay en ese momento una belleza y una
dignidad que querrán volver a recuperar. No hay ninguna transformación
inmediata, no, pero quizá, en alguna ocasión, suponga el inicio de un
movimiento.
A veces también visito los hospitales. Se ha atribuido a mis
pasteles alguna curación milagrosa. Quién sabe, puede ser. Es posible que alguno
de esos enfermos sólo necesitara para curarse un fuerte deseo de seguir experimentado
sensaciones, y, por ello, de seguir viviendo. Un deseo poderoso, primario y muy
antiguo, que un pequeño pastelito puede recuperar.
A las pocas semanas de haberme instalado, mis pasteles
alcanzan ya tanta fama que hasta los más ricos mandan a sus criados a que hagan
cola para comprarlos. Se convierten en la gran novedad que nadie, ni aquellos
que todo pueden permitirse, quiere perderse. Y así sigo un tiempo, hasta que ya
son muchos los que comienzan a preguntarse cuál será mi secreto. Siempre hay
algunos que intentan imitar el sabor de mis pasteles, pero todos fracasan. La
envidia se extiende. Se lanzan hipótesis nada agradables sobre los ingredientes
que utilizo. Se pierden las buenas formas al pedirme que desvele mis trucos.
Hasta la iglesia empieza a mostrarse interesada. Entonces debo irme.
Parece que estoy condenado a huir, aunque no haya malo en lo
que hago. Nada que pueda dañar ni al cuerpo ni al alma. La clave de mi secreto
es la ciencia. Pero no lo entenderían, no están preparados.
“Isaac, Isaac abre”. Mi abuela golpeaba varias veces la
puerta del cuarto cerrado. Casi nunca conseguía respuesta. Cuando se cansaba
dejaba la bandeja con la comida al lado de la puerta, y esperaba que el aroma
de sus guisos hiciera el trabajo. Y lo solía hacer con rapidez. El olfato le
hacía darse cuenta a Isaac del hambre que tenía. Era una de las muy pocas
razones que podían justificar que interrumpiera su trabajo. Isaac abría y cogía
la bandeja. Isaac era Isaac Newton. El científico, el genio.
Sí, mi abuela cocinaba para Newton. Y aunque por entonces él
ya estaba cerca de los cuarenta y era muy reconocido, mi abuela le seguía
llamando Isaac. Para ella era un hombre frágil, al que tenía cariño y por el
que se preocupaba. Se preocupaba por sus largos encierros, por su soledad, por
su deseo de saber más que nadie y demostrarlo.
No era sólo alimento lo que mi abuela le daba a Isaac. A
veces cuando Newton se sentía frustrado porque intuía que algo importante
estaba cerca, pero no conseguía alcanzarlo, aunque dedicara incontables horas y
todo su esfuerzo y capacidad para lograrlo. Imaginaba grandes maravillas que se
descubrirían en el futuro y que él no vería. Otras veces simplemente se sentía
solo o triste, como cualquier otro mortal. Entonces buscaba la compañía de mí
abuela, en la cocina o en una sala donde tejía. Conversaba con ella.
Yo escuché alguna de esas conversaciones. Me impresionaba
ver a Newton. O quizá no es el niño que ignoraba casi todo el que se emocionaba
por ver a Newton muy cerca, por oír su voz. Es quizá el adulto que conoce su
grandeza el que se impresiona al recordar.
Quizá simplemente algunas de esas conversaciones se me
grabaron porque me parecían muy curiosas, diferentes a las habituales. A la
fuerza tenían que resultar chocante un diálogo entre una de las personas con
mayor sabiduría de su época, y una mujer que no sabía leer ni escribir. Ella le
hablaba de sus labores, o de los sucesos que conocía: nacimientos, bodas,
muertes…Él al principio callaba y escuchaba, pero pasado un tiempo tenía
necesidad de contar algo de lo que rondaba por su mente. Evidentemente a mi
abuela le costaba mucho entender lo que decía. Newton en ocasiones se desesperaba. Recuerdo,
por ejemplo, una conversación sobre alquimia. Para empezar, a mi abuela le
parecía que todo aquello era cosa de brujería, de magia peligrosa. Newton defendía
que era ciencia, que a los innovadores siempre se les acusaba de brujos, pero
que gracias a ellos la humanidad había progresado. Pero incluso aunque el
demonio no participara en ello, mi abuela seguía sin ver en ello nada bueno. No
entendía el sentido de esa búsqueda del oro que había en todo. “El oro hace
rico a algunos porque hay poco. Pero si puede conseguirse con facilidad, ¿de
qué servirá? No es necesario para vivir. Sería mejor convertir las piedras en
comida, o conseguir que calentaran las casas todo el invierno“. Newton,
resoplando de vez en cuando, trataba de explicarse. ”Conseguir oro es un reto,
un gran reto. Es necesario realizar un enorme trabajo para lograrlo. Un trabajo
que nos ayudará a comprender que está hecho todo, lo que forma cada cosa, cada
ser, y descubrir como alterar esa composición. Ese trabajo nos ayudará a vivir
mejor. Se lo aseguro”.
En ocasiones, las conversaciones le resultaban muy
provechosas a Newton. El esfuerzo que hacía por ser entendido, o un comentario
de mi abuela al captar algunas palabras sueltas, le daban una idea que de
ningún otro modo hubiera nacido en su mente. Y la conversación finalizaba
bruscamente, porque él salía corriendo a trabajar. A veces la idea no surgía de inmediato; se
gestaba de la misma forma pero nacía un tiempo después, cuando Newton se
dedicaba a otros asuntos. Las pruebas son los extraños artilugios que Newton
creo para hacer más sencillas sus labores a mi abuela, y que le entregaba
orgulloso días o semanas después de que ella le hubiera contado las
dificultades que tenía.
Mi abuela también fue musa de una de sus principales descubrimientos.
Un día mientras trabajaba, escuchó los lamentos a gritos de mi abuela. Salió
corriendo y la encontró tirada en el suelo. Ella le dijo: “Isaac, por favor,
ayúdame. Me he caído y no soy capaz de levantarme. Ay, parece que alguien
estuviera tirando de mí, sujetándome. No puedo despegarme del suelo”. He
escuchado otra historia muy tonta que explicaría como se produjo ese
descubrimiento, que no sé de donde pudo surgir.
La importancia que mi abuela tuvo para Newton quedó
demostrada cuando ella murió. Tanto la echaba de menos que quiso recuperarla.
No a ella físicamente; era un genio y se creía capaz de logros extraordinarios,
pero no estaba loco. Quiso recuperarla recobrando sus sabores, sus aromas. En
especial el de sus pasteles, dulces y salados. Newton traslado su estudio a la
cocina. Abordó la situación como lo hubiera hecho con cualquier otra materia.
Aplicó el mismo método. Leyó, preguntó, investigó. Desarrollo diversas teorías,
y cuando se sintió suficientemente preparado, experimentó. Alcanzar el mejor
sabor posible era su objetivo, y las combinaciones de productos y las formas de
elaboración su procedimiento. Temperaturas, tiempos, medidas, todo fue
calculado y probado minuciosamente. Y al final tuvo éxito.
Toma notas sobre todo el desarrollo de su trabajo, y al
final del mismo, redactó con claridad las instrucciones para conseguir los
mejores resultados. No quiso hacer público ese descubrimiento. Quizá para él
era algo privado que realizó para su propio uso. Quizá pensó que perdería mucho
prestigio como científico si publicaba un trabajo sobre cocina. Lo que sé es
que se lo envío a mi padre que no supo bien que hacer con aquellos papeles. Afortunadamente
me los dio en vez de destruirlos.
Desde entonces los tengo, y los consulto cada día. Los hago
con mucho cuidado; son mi tesoro. Aun no entiendo algunas partes de lo que
escribió en ellos. Hay hojas con larguísimas fórmulas que siguen siendo indescifrables.
Pero tras mucho estudio he logrado comprender gran parte del desarrollo de su
trabajo. Ya no sólo puede seguir las instrucciones en las que detalló los pasos
a seguir para obtener los mejores resultados que logró. Me he atrevido a hacer
muy leves variaciones en alguno de esos pasos, en algunos ingredientes o
cantidades, y he conseguido obtener sabores distintos, que, según la opinión de
los clientes, no desmerecen a los originales de Newton. Eso me hace sentir un
gran orgullo de autor. Y me ayuda a sentirme convencido que he hecho bien
convirtiendo a estos papeles en mi vida.
Pero quiero que la vida de esta obra sea mucho más larga que
la mía. No la hago público porque temo que los pocos que pudieran descifrarla y
no la condenaran, podrían hacer un mal uso de ella. Un uso egoísta y miserable.
Prefiero difundirla selectivamente. En cada ciudad elijo
como aprendiz a un muchacho pobre que me parece espabilado y honrado. A él le
enseño parte de mis conocimientos. Lo suficiente para hacer pasteles muy
sabrosos con bajo coste. A todos mis aprendices les digo que no deben utilizar lo
que saben para enriquecerse o para lograr fama, que busquen hacen sentir bien a
los demás, sobre todo a los que más lo necesitan. Alguno no cumplirá esa
petición, pero es un riesgo que debo correr.
Sé que algún día tendré que hacer una apuesta aún mayor:
elegir la persona adecuada para entregarle estos papeles. Alguien íntegro y con
el conocimiento suficiente para entender el trabajo, o con la capacidad necesaria
para llegar a tener ese conocimiento.
Antes de encontrar al adecuado debo resolver una gran duda:
decirle o no quien es el autor de esa gran obra. Newton no dejó ninguna firma en
su obra. Nadie adivinaría de quien procede. Me hace sentir mal que nadie que cuando
yo no esté nadie en el mundo sabrá quién es el responsable de aquello que puede
producir tanta satisfacción. Pero por otra parte, fue su voluntad no revelar a
nadie que realizó ese trabajo, y será siempre recordado como un genio se
descubra o no este nuevo mérito.
Lo debo seguir pensando, pero la solución que de momento me
parece mejor es la siguiente: no decirle a mi elegido quien es el autor, pero
ponerle como condición para la entrega que me prometa que guardara con sumo cuidado
esos papeles. Y que aquel a quien él se los transmita le haga prometer lo mismo.
Así respeto su deseo de anonimato pero no impido que alguien, algún día en el
futuro, estudie y analice documentos importantes de la historia, y descubra con
gran sorpresa que Newton también estuvo en la cocina.