lunes, 18 de enero de 2016

¿Puedes oirme Ana?



Todo había cambiado en un instante. La ciudad se mostraba más bonita, más agradable, más amigable. Nunca la había visto así. Lo normal es que se sintiera atemorizada, que todo, incluida la gente, especialmente la gente, le resultara agresiva y hostil. Pero ahora esos miedos parecían absurdos.

Ese mundo, al que muy a menudo había sentido no pertenecer. Esa gente tan diferente a ella, que solía mirarla como a un ser extraño, haciéndola sentir apartada. Y sin embargo, en este momento todo parecía hecho para que ella disfrutase y todos querían hacerla feliz. Se sentía protagonista, admirada y querida. Al verla, sonreían, cantaban, bailaban. Como en una de esas películas musicales que le encantaban. Sí, podía oír la música. Le gustaba mucho. También la letra, aunque le diera un poco de vergüenza que repitieran tantas veces su nombre “Ana, Ana, Ana…”

Incluso al llegar al instituto se encontraba calmada, a pesar de haber sufrido tanto allí. Recordaba que lo único que pedía cada día era que se olvidaran de ella, que la dejasen tranquila. Que no hubiera burlas, ni insultos. Que no la hicieran daño. Y que, si ocurría, fuera al menos capaz de no llorar, porque si lo hacía aún iba a ser mucho peor. Pero esta vez el dolor parecía tan lejano, que pensó que quizá no había sido real, tan sólo una pesadilla.

Aquellas a las que más había temido ahora eran muy buenas con ella. No sentía rencor, al contrario. El hecho de que hubieran sido malas, crueles, hacía más dulce y valioso el cariño de ahora. Sentía que la necesitaban, tenía que quererlas.

El chico que tanto le gustaba hoy sólo tenía ojos para Ana, hasta daba un poco de pena, porque en cuanto ella se alejaba un poco parecía muy triste. Y ella comprendía muy bien la tristeza. Se acercó a él y le acarició la cara, sintiéndose nerviosa y torpe, por falta de práctica, pero también alegre por tener la oportunidad de expresar toda su ternura.

Por un momento fue muy feliz, pero pronto comprendió que ya no la correspondía estar allí. Debía viajar. Abandonar esa vida. Sentirse libre. Nada podía retenerla, ni siquiera la tierra. Sin esfuerzo, casi sin darse cuenta, despegó del suelo y empezó a volar. Realizó un rápido ascenso. Alcanzó el cielo y continuó, hasta llegar al espacio exterior. No pensó que lo que le estaba ocurriendo fuera raro. Tampoco se entusiasmó. Estaba tranquila, en paz.

De repente creyó oír la voz de su madre, muy lejana, llamándola “Ana”. Su madre, pronunciando su nombre en el mismo tono preocupado que ponía cuando la decía que tenía que comer, y Ana no podía, porque la tristeza la hacía perder el apetito y la provocaba dolor de estómago. O cuando la veía en la cara que había llorado, y la preguntaba “¿Ana, qué te pasa, algo va mal?

La voz de su madre parecía cada vez más fuerte. Se esforzó por escuchar lo que decía, pero no podía entender las palabras. Quiso volver junto a ella…pero ya no era posible, estaba demasiado lejos. No supo localizar en qué lugar del planeta azul se encontraba su casa. Además Ana estaba empezando a sentir que dejaba de ser Ana. Que se transformaba en algo diferente. O quizá se convertía simplemente en nada. Se desvanecía. Desaparecía.



La madre de Ana lloraba. La madre, que al llegar a casa había abierto la habitación. La madre que se había extrañado de que estuviera a oscuras y en su cama. La madre que preguntó “¿Ana qué te pasa, estás bien? Y luego, al no oír respuesta, encendió la luz, vio la caja de pastillas, se lanzó sobre su hija y gritó: “Ana, ¿me oyes Ana? ¿me oyes? ¡Ana despierta! ¡Ana! ¿Qué has hecho? ¿Por qué?"


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