La lluvia cayendo, suave, tenue,
constante, sobre un paisaje precioso; múltiples verdes en armonía, expuestos en
diferentes niveles. El agradable frescor, tan apetecible al final del verano. Sonidos
relajantes, paradisiacos: agua, pájaros, ladridos. Aún paladeo la sabrosa
comida, el vino me acuna con calidez. Aire con aroma a gran hogar. Una ligera
brisa…en los brazos…en la cara…haciéndome sentir mi cuerpo, confirmando mi
presencia, conectándome con el entorno.
Paz y belleza. Recuperación,
limpieza. Disfruto del exterior y del interior. Momentos en los que me siento
lleno, capaz de descubrir tesoros en el barro y de dar mucho y muy bueno.
Podría escribir cien cartas de amor.
Disfruto por lo que hay pero
también por la ausencia de todo lo que me molesta, de todo lo que me agita y me
hace descender. No consigo mantener ese estado al volver a un mundo que se
mueve entre el apocalipsis y la verbena. Ruido y furia. Instantes de foto separados
por vacío. Tiranía del capricho. Bondades presumidas. Rebeldías en pañales. Egos
que usan como papel de baño la hoja de reclamaciones. Ante el espejo el más
serio respeto. Opiniones instantáneas, invulnerables, invasoras, que resisten a
la ciencia, la moral, la lógica y la realidad. Felicidad, competición por
puntos. Ligereza, sin cargar ni con responsabilidad ni con pena.
Una vida apartada no me supone
una gran renuncia. Sí, puedo imaginar historias hermosas, llenas de magia
cotidiana, pero me faltan fe y voluntad para darlas vida en ese mundo. No estoy
a la altura de mis sueños. Soy sólo carne, miedos y costumbres, ideales que me
quedan grandes, una sensibilidad koala, dormilona y cegata, y un procesador que
se reconoce autor de “1001 formas de ser estúpido”.
La lluvia cae con suavidad.
Quiero alargar al máximo este momento. Prefiero una vida tranquila aunque sea
menos vida.
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